A primera hora de la mañana, bajo un cielo que amenaza lluvia, oigo un grito en la calle. Los transeúntes, sin saber qué pasa, nos miramos inquietos. Es un grito angustiado, profundo, que surge de alguien que está sufriendo de verdad y que no puede contener su dolor. El día está oscuro, hace fresco y todos tenemos muy claro que el otoño ha llegado y esta vez va en serio, así que el grito nos deja muy mal cuerpo. Y peor aún cuando el grito se oye más cerca de nosotros, sin que todavía consigamos saber qué pasa. Y de pronto aparece un chico doblando la esquina y gritando con todas sus fuerzas, como si quisiera hacerse oír en el otro extremo del mundo: «¡Nos engañan! ¡Todos nos engañan!». El chico repite el grito dos o tres veces más mientras cruza la calle con el semáforo en rojo. Los conductores tocan el claxon y hacen maniobras peligrosas para esquivarlo, pero él sigue gritando: «¡Nos engañan! ¡Nos engañan a todos! ¡Todos mienten! ¡Todos son iguales!».

Me fijo en él. Tiene unos veinte años, pelo corto y oscuro, aspecto saludable, quizá con muchas horas de gimnasio a cuestas. Va bastante bien vestido con ropa deportiva y zapatillas de marca. Podría ser un universitario cualquiera o alguien que va andando a un trabajo que parece bastante decente. Está claro que no es un vagabundo ni alguien que viva en la calle. Tampoco parece un loco, o al menos un loco que dé muestras evidentes de serlo, aunque vivimos en una época en que la locura se hace cada vez más difícil de detectar. En todo caso, ese chico más bien parece alguien normal -si es que ese adjetivo significa algo- y que se parece mucho a cualquiera de nosotros. Pero el grito prolongado todavía resuena en mitad de la calle -«¡Nos engañan! ¡Todos nos engañan!»-, y los transeúntes caminamos incómodos, como cuando ocurre algo -un tropiezo, una violenta discusión de tráfico, un perro que caga donde no debe- y todos fingimos no haberlo visto o que eso no tiene nada que ver con nosotros.

Cuando el chico desaparece, me pregunto quién era y por qué gritaba en medio de la calle, y no con rabia, sino con una especie de insoportable alarido de dolor. Porque lo que más me ha llamado la atención era la profundidad del dolor que trasmitían sus gritos. Es muy fácil distinguir al que grita por resentimiento o por odio o por frustración, o simplemente porque está harto de su vida o de sus condiciones de trabajo, y esos gritos son los que se suelen oír en las manifestaciones callejeras. Pero este chico no gritaba por estas razones, sino porque sufría una verdadera conmoción interior, algo así como un terremoto interno que no podía controlar de ninguna manera. Parece evidente que al gritar estaba pensando en los políticos, porque estamos en pleno periodo electoral y todo el mundo habla ahora de política, pero lo raro era que sus gritos se parecían mucho a los gritos de dolor de alguien que de repente recibe una noticia terrible (hace poco vi a una mujer llorando así en un hospital). Quizá ese chico fuera uno de los cinco millones de espectadores del coloquio entre Pablo Iglesias y Albert Rivera, en el programa de Jordi Évole. Y quizá sus gritos se dirigían contra esos dos políticos jóvenes que se supone que van a regenerar nuestro sistema político y oxigenarlo y adecentarlo. Si fuera así, la conclusión de este chico es que no deberíamos tener ninguna esperanza, porque todos mienten y todos nos engañan, y también estos dos.

Pero esta última explicación no me convence del todo, aunque supongo que encierra una parte de verdad. Me da la impresión de que este chico gritaba porque había algo que iba muy mal en su vida, y por alguna razón sólo sabía descargar su dolor criticando a los políticos. Pensé que había sufrido una desgracia familiar reciente, o había vivido la ruina de un negocio familiar o un despido que había dejado a su familia con una mano delante y otra detrás, o cualquier otra circunstancia así que lo condenaba a una vida aún más difícil de lo que ya había sido hasta ahora. Pero lo curioso era que él descargaba su furia contra los políticos, contra todos, porque todos -ya lo sabemos- nos engañan y nos mienten.

Y aquí es donde aparece una de las peculiaridades más curiosas de nuestra relación con la política. En los países de tradición protestante o con una historia muy distinta de la nuestra, el ciudadano medio suele atribuir a la política una importancia limitada en su vida, porque tiende a pensar que la vida es un asunto privado que en esencia debe resolver por su cuenta. En cambio, entre nosotros y en casi todos los países del sur de Europa hemos dado en creer que la política -es decir, el Estado en cualquiera de sus múltiples manifestaciones- es el responsable directo de nuestra vida, siempre que la vida nos vaya mal, claro (si nos va bien, el mérito siempre es nuestro). Y la verdad, si lo pensamos bien, es que este chico -y todos los de su edad- tienen motivos de sobra para quejarse y lamentar su suerte. Deben trabajar horas y horas con contratos precarios, algunos redactados incluso por horas o por minutos, con salarios ridículos y en condiciones muy duras. Casi todos sospechan que llegarán a los cuarenta años sin un trabajo estable. Y además saben que hay muy pocas perspectivas de que las cosas mejoren. En este sentido, hay motivos de sobra para gritar y gritar en la calle. Ahora bien, lo que ya no sé es si toda la responsabilidad debería recaer en los políticos, por mucho que mientan y nos engañen a todos.