Hubo una época en que la gente que salía en la televisión usaba de manera masiva los polos del cocodrilo. En un mismo telediario veraniego, por ejemplo, podías encontrarte vistiendo ese atuendo informal al presidente del banco de Santander, al máximo dirigente de comisiones obreras, a un deportista, a un sin techo, a un profesor de secundaria o a un político. He escrito que es un ejemplo pero no lo es: recuerdo literalmente esa secuencia, de hace década y media, y las elucubraciones a las que me abocó tamaña coincidencia más allá de diferencias sociales y económicas y más acá de si algunos de esos polos eran de marca genuina y otros copias fraudulentas y, por tanto, más baratas. Puesto que cada uno de esos polos decía algo distinto (cómo va a decir lo mismo el cocodrilo de un banquero que el de un mendigo), quedaba claro que sus mensajes subliminares forzaban el significado de manera que entre éste y su signo se abría un abismo insalvable. Pero mejor dejar esta reflexión para otro momento.

Lo que hoy impera y uniformiza a sus protagonistas en ese mismo telediario es el uso de la camisa blanca. Normalmente usada sin corbata (hay excepciones más o menos protocolarias), resplandece y celebra la pureza simbólica de casi todos los candidatos a las diferentes y sucesivas elecciones que jalonan este año 2015. Camisa blanca remangada y arrugada de Pablo Iglesias (como si se hubiera revolcado sobre ella, solo o acompañado, media hora antes). Camisa blanca planchada hace cinco minutos de Albert Rivera (o mejor: camisa que se autoplancha en directo, a la vista de todos). Camisa blanca de muro recién encalado de Pedro Sánchez (uno la mira y sabe que no se ha secado del todo y entonces se retira un poco para que no le manche). Camisa blanca tirando a gris de Mariano Rajoy (coherente con alguien que ha hecho de la dialéctica blanco-gris el eje de su vida). Camisa blanca que sueña con ser roja de Alberto Garzón (una bandera camuflada dentro de otra bandera al igual que su discurso está embutido dentro de otro discurso y este dentro de otro discurso hasta el infinito de la indefinición). Camisa blanca de los portavoces, de los jefes de campaña, de los diputados y senadores.

Hay más camisas blancas dentro de la pantalla y de los periódicos. Y no sólo de políticos (aunque no de mendigos, eso es ya una diferencia). Uno piensa si de pronto a todos les ha dado por vestir camisas blancas por consejo de sus asesores de imagen (y entonces, ¿por qué no comparten el mismo y se ahorran una pasta pagándole a escote?) o porque ellos solitos, mirándose al espejo, han llegado a la conclusión de que así sonarán más creíbles, más hombres del montón (los hombres del montón, los que no quieren arriesgar su máscara por su rostro verdadero, son los que hacen ganar las elecciones, eso lo sabemos todos), más cercanos a sus electores o más transparentes. Lo curioso es que, bien mirado, a casi ninguno de ellos les sienta bien la camisa blanca. No es que le siente mal tampoco (es difícil que a alguien le siente mal una prenda tan neutra), pero sus discursos, que abarcan toda la gama del arcoiris, casan mal con ese color. Con camisa blanca quizás sean más fotogénicos, que es lo que en el fondo buscan, pero menos humanos, menos cálidos, menos sinceros, menos esa persona a la que confiaríamos nuestra vida.