Paseando por una pista de la media montaña arbolada me pregunto por el origen de la fascinación y el extraño entusiasmo que provocan las hojas caídas. ¿Compasión por su suerte, entre colegas en el ciclo del carbono? ¿Admiración por la voluntad de exhalar belleza en su último suspiro? ¿Su poder para disolver el contorno de los espacios, unificándolos sinfónicamente? ¿La belleza meramente esteticista de su policromía? ¿La evocación, en las verdes escamas que cubren la piel de la tierra, de las formas primarias de nuestra memoria de pez? ¿La visión artística de la descomposición que aguarda agazapada en la memoria inversa?, ¿una realimentación de la propia cultura, por ejemplo un bosque de Camille Pissarro, la Chanson d´automne de Verlaine, o Las hojas muertas, de Prevert (tan bien versionadas por Montand)? ¿La reacción de las células al reconocer su destino en un espejo?