Los catalanes no aspiran a ser independientes, aspiran a ser independentistas. Embozados en una tímida «Propuesta de resolución» ante el Parlament, los grupos Junts pel Sí y CUP han emprendido unilateralmente «la creación del Estado catalán independiente en forma de república». La iniciativa contará con el apoyo mayoritario de la cámara. ¿La reacción de Rajoy? «Voy a leer».

Ningún estadista se había sentido impelido a anunciar la lectura de los folios que evidentemente se dispone a leer. En el momento más peliagudo de la historia reciente de España, Rajoy quería transmitir la sensación de que se sentía tan importunado como los periodistas convocados con urgencia para asistir a su declamación. Ni urgencia, ni negociación, ni indignación. Solo el disgusto de quien arroja la servilleta sobre la mesa, cuando le obligan a ausentarse de la mesa donde se disponía a degustar sus carnes rojas y procesadas.

«Quiero mandar un mensaje de tranquilidad» es el mensaje intranquilizador que emite el piloto, cuando ha perdido el control de los mandos del avión. Rajoy demostró que carece de soluciones, aunque insinuó que acabará por enfadarse si vuelven a obligarle a interrumpir su almuerzo. Su dilettantismo frente a la catástrofe propinó un nuevo espaldarazo a las pretensiones presidenciales de Artur Mas.

Henchido de la dialéctica de la confrontación que rezuman las páginas de Marca, el presidente del Gobierno se sintió obligado a consignar que los partidos que han proclamado la independencia «no poseen la mayoría de los votos». Parecía Valentino Rossi negando la patada al catalán Marc Márquez, rearbitrando un partido disputado un mes atrás y que el PP perdió con estrépito. «La defensa de mi país» en que se envolvió hubiera resultado más creíble con un resultado fructífero de los populares en las catalanas.

Por última vez, y ya que Rajoy insiste en ridiculizar una cifra de votos que el PP es incapaz de conseguir en Cataluña, ningún partido español obtuvo el equivalente a 62 escaños sobre 135 en las recientes autonómicas. No hace falta ser adivino para pronosticar que ninguna formación coronará tampoco dicha cuota en las generales del 20D. Pese a esta carencia, nadie dudará de la legitimidad de las decisiones de trascendente corte estatal que adopten los diputados. Claro que el presidente del Gobierno no se opone a la independencia de Cataluña porque puede suponer el fin de España, sino porque le desbarata los horarios de sus comidas.

La respuesta proporcional a la declaración más radical, burocrática y pacífica que se recuerda no consiste en el anuncio de la lectura de un texto «muy breve». De nuevo, la confesión de una molesta obligación impuesta por asesores anfetamínicos, aunque Rajoy preferiría no hacerlo. La descafeinada réplica se agrava porque el desafío, que no «provocación», era harto previsible. Al día siguiente de las elecciones al Parlament, el New York Times titulaba que «Los partidos separatistas catalanes obtienen la mayoría». Amplificaba a continuación que «los líderes separatistas se han comprometido a formar un nuevo gobierno regional, que llevará a Cataluña a la condición de Estado en 18 meses».

Rajoy solo lee los comunicados anodinos que le redactan, pero cuando asegura que los independentistas no conseguirán «ninguno de sus objetivos», viene desobedecido por los hechos. No tiene que compartir su despecho con Pedro Sánchez o Albert Rivera, sino buscar un interlocutor en la zona afectada por el seísmo. La atropellada conclusión de que la Declaración Unilateral de Independencia no representa «el sentir mayoritario de los catalanes» viene desmentida por la composición del Parlament. En todo caso, obliga a plantear a Rajoy si no dispone de argumentos más consistentes

El presidente del Gobierno ahonda con su desidia un proceso de independencia individualizado, en cuanto que dirigido contra su persona, sus políticas y la corrupción de su partido. Su acreditada inoperancia puede obligar a los independentistas a abreviar un proceso que desearían infinito, porque se encontraban muy a gusto en la cultura de la queja. El único pasaje consolador de la entretenida lectura pública en La Moncloa es el patriótico «mientras yo sea presidente del Gobierno». El latiguillo recordó a la menguante audiencia televisiva del líder del PP que su cargo es efímero, y que nadie en la derecha lo da por presidente a partir de Navidades. Entonces llegará el momento de volver a eternizar el proceso catalán.