Mi docta y buena amiga, doña Electa Segovia, me habló de un personaje prodigioso: el filósofo, también cantante, escritor y activista Bob Randall. Un aborigen australiano. Bueno, en realidad Bob Randall era mestizo. Su madre, Tanguawa, era una indígena y su padre, Robert Liddle, un ganadero británico. Ella era una de sus sirvientas.

Falleció Bob el pasado mes de mayo. Tenía, se supone, unos 81 años. Aparte de cantar maravillosamente (My Brown Skin Baby They Take Him Away es una joya), se hizo famoso en Australia como defensor de los aborígenes, sus hermanos. En 1938 las leyes australianas (en vigor hasta 1970) obligaban a las autoridades a separar a los niños mestizos de sus familias indígenas para ponerlos bajo la tutela del gobierno. Entre los 7 y los 20 años Bob vivió como un prisionero en diversas instituciones del Estado. Nunca olvidó a su familia materna. La última vez que los vio, estaban desnudos. Solo les cubrían las cadenas con las que la policía impedían su fuga. Se les acusaba sin pruebas del delito de robar un buey. Con el que parece que toda la tribu se alimentó.

Al terminar su internado, salió como un ciudadano aparentemente preparado para el mundo civilizado. Con ropas adecuadas, evangelizado por la Iglesia Anglicana y hablando un inglés muy aceptable. Le asignaron papeles. Con una fecha aproximada de nacimiento y un nombre británico: Robert James Randall. Pero en su equipaje secreto llevaba una pesada carga de cicatrices emocionales. Entre las que estaban el miedo y sus raíces amputadas. Nunca volvió a ver a su madre. Había desaparecido de la faz de tierra. Decía siempre que le quedaba la otra madre. La tierra rojiza y amiga de los desiertos australianos.

Bob trabajó como maestro de escuela. Escribió varios libros. Y sobre todo cantó. Defendió siempre a su gente de los desiertos centrales, los Yankunytjatjara. Ellos le llamaban el «Tjilpi» el abuelo sabio y bondadoso. En 2008 el entonces presidente australiano, Kevin Rudd, pidió públicamente perdón a la «generación robada», la generación de Bob Randall. El «Tjilpi» dijo que las palabras del político eran ya como el sonido vacío de un tambor muerto. Hasta el final de su vida insistía en que somos responsables de la tierra que hemos recibido. Y que nuestro amor por ella, como el amor a la madre, no puede tener ni límites ni condiciones.