Puesto que el Gobierno de Mariano Rajoy no ha querido afrontar políticamente el desafío independentista catalán -al contrario, lo ha rehuido-, toca ahora, según parece, acudir a los instrumentos reactivos del Derecho para intentar poner fin a la aventura de la secesión. Al respecto se presentan, sin embargo, no pocas dificultades. La primera consiste en que las fuerzas políticas unionistas no pueden contar con el apoyo de los partidos situados a la izquierda del PSOE, todos los cuales propugnan el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las Comunidades Autónomas. Incluso el PSC resulta poco de fiar y cabe temer su espantada ante las medidas que adopte el Estado contra la Generalitat insurrecta si tales medidas perturban el delicado equilibrio de su alma dividida.

No obstante, las dificultades de mayor envergadura se encontrarán en el manejo del instrumental jurídico. El Derecho no es un chicle que permita hacer globos, aunque haya juristas cortesanos de uno u otro bando expertos en retorcer la hermenéutica de las normas. Veamos a continuación algunos de los problemas que se atisban tras las enfáticas afirmaciones realizadas por el Gobierno al conocerse la propuesta de declaración de desconexión del Estado español y desobediencia constitucional que Junts pel Sí y la CUP han presentado en el Parlamento de Cataluña.

1. En cuanto a la impugnación por el Gobierno de la Nación y consiguiente suspensión por el Tribunal Constitucional de la citada declaración, la reciente reforma legal que permite al Tribunal acordar la ejecución efectiva de sus resoluciones, imponiendo multas coercitivas a quienes las incumplieren y suspendiendo en sus funciones a las autoridades o empleados públicos de la Administración responsable del incumplimiento, aunque vale en teoría para limitar o contener los desafueros del Gobierno catalán, es claramente inidónea cuando el poder público rebelde es una Asamblea parlamentaria. Y, además, si el Gobierno autonómico se ve imposibilitado de llevar a cabo el mandato del Parlamento, éste instaurará un sistema de gobernación mediante comités de la Cámara, lo cual hará felices a quienes se sienten herederos de los jacobinos, que en Cataluña son legión. Es un disparate pensar que el Derecho ha de ocupar el lugar de la acción política que se omitió por dejadez, cálculo miope o cobardía.

2. Suponiendo que los diputados del Parlamento de Cataluña que voten a favor de la secesión incurrieran en algún delito (y debe recordarse que el Código Penal no sanciona, desde la reforma Belloch de 1995, la declaración unilateral de independencia mientras no conlleve un alzamiento público y violento), conviene tener presente que el Estatuto de Autonomía los proclama «inviolables (o sea, irresponsables) por los votos y las opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo». Ciertamente, y a mi entender, los votos deliberada y flagrantemente contrarios a la Constitución no supondrían ejercicio del cargo (como tampoco, por ejemplo, los emitidos cometiendo cohecho) y no se hallarían, en consecuencia, protegidos por la inviolabilidad. De otro modo esa prerrogativa funcional devendría privilegio personal, contrario a la igualdad de los españoles ante la ley. Ahora bien, ¿compartirían los órganos judiciales, y en último término el TC, esta interpretación ajena al tenor literal del Estatuto?

3. Se habla constantemente del empleo de las medidas coactivas previstas en el artículo 155 de la Constitución. Este precepto dispone que si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan o actuare de forma gravemente atentatoria contra el interés general de España, el Gobierno, tras requerir infructuosamente al Presidente de dicha Comunidad y con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias en orden a corregir tal actuación, para lo cual podrá dar instrucciones a todas las autoridades autonómicas.

Acerca del significado de semejante norma constitucional existe mucha confusión. En los medios de comunicación resulta habitual la creencia de que el Gobierno podría suspender la autonomía catalana siguiendo el procedimiento señalado. Pues bien: no es así en absoluto. La Constitución austriaca permite expresamente disolver la Asamblea de un «land», y lo propio hace la Constitución italiana para aquellos supuestos, entre otros, de realización por los Parlamentos regionales de actos contrarios a la Constitución. Nuestro artículo 155 se inspiró, en cambio, en la Ley Fundamental alemana, que habla de imponer medidas de rectificación, no de disolver órganos parlamentarios o gubernamentales de los «länder». Cuando el Derecho español ha querido algo semejante a los paradigmas austriaco e italiano, lo ha dispuesto de manera explícita: por eso el artículo 61 de la Ley de Régimen Local determina que el Consejo de Ministros, previo acuerdo favorable del Senado, podrá proceder a la disolución de los órganos de las corporaciones locales «en el supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales que suponga incumplimiento de sus obligaciones constitucionales».

¿Qué contiene, pues, el hoy ya célebre artículo 155? Hay que reconocer que no se sabe muy bien. En la Alemania regida por la actual Constitución jamás se ha hecho uso de la llamada coacción federal, de modo que el modelo en que nuestros constituyentes se inspiraron no nos ofrece ninguna ilustración casuística. Tengamos, sin embargo, algo muy claro: la autonomía de Cataluña, reconocida en su Estatuto, no puede ser alterada, suprimida o suspendida por el Estado, salvo que mediara una reforma constitucional. Y siendo el Estatuto catalán una norma no disponible unilateralmente por el Estado, tampoco lo son las instituciones de la Generalitat que de él dimanan. Nada en el artículo 155 autorizaría semejante proceder.

Sí podrá el Gobierno de la Nación, desde luego, imponer a la Generalitat todas aquellas medidas de restauración del orden constitucional y legal que sean necesarias, debiendo las autoridades autonómicas acatarlas so pena de incurrir en delito de desobediencia. Y podrá igualmente el Gobierno sustituir a través de sus propios órganos, centrales y periféricos, la actuación omitida por la Comunidad Autónoma. Ahora bien, ¿es eso lo que requiere una declaración de independencia? A mi juicio, no.

Por otra parte, ¿quién autorizaría al Gobierno la adopción de las medidas coactivas del artículo 155 estando el Senado disuelto? Su Diputación Permanente, se apresuran a contestar el Gobierno y el Presidente de la Alta Cámara, Pío García-Escudero. Pero en mi modesta opinión se equivocan. Esa competencia no figura en la Constitución ni en el Reglamento del Senado, mientras que las atribuciones de la Diputación Permanente del Congreso en relación con los decretos-leyes y con los estados de alarma, excepción y sitio se hallan expresamente consignadas en el texto constitucional y en el Reglamento de la Cámara. Cierto es que la Constitución atribuye a las Diputaciones Permanentes, en tanto que órganos de continuidad de las respectivas Asambleas integrantes de las Cortes Generales, una genérica facultad de «velar por los poderes de las Cámaras cuando éstas no estén reunidas». Mas nada tiene ello que ver con la autorización del artículo 155, como lo demuestra, a mayor abundamiento, el prolijo procedimiento que sobre esta materia instituye el Reglamento del Senado.

Cuidado, pues, con lo que se hace, pretendiendo luego que el TC retuerza la Constitución para salvarles la cara a los gobernantes chapuceros.

¿Entonces qué? La declaración que va a aprobar el Parlamento de Cataluña debe ser impugnada, indudablemente, por el Gobierno ante el TC y con tal impugnación quedará automáticamente suspendida, según dispone el artículo 161.2 de la Constitución. Ahora bien, a partir de ahí, y dados los limitados efectos de la vía jurisdiccional, lo que se precisa es política, política y política. Incluida una política de contra-desobediencia civil frente a las autoridades facciosas. La batalla de la secesión catalana se ganará o perderá en el campo de la legitimidad política, no en el de la legalidad. Y menos si ésta se manipula o se retuerce.

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo