Un chiste muy viejo que seguramente ya conocen. Va un hombre al médico y le dice que tiene miedo de morir joven, de vivir poco. El médico le ordena no comer ni carne, ni pescado azul, ni embutidos, ni conservas, ni pan, ni pasteles, ni nada de lo que le gusta. Verdura hervida, huevos duros y merluza al vapor, todo sin nada de sal. Ni vino, ni licores, ni refrescos: agua del grifo. Adiós café, adiós tabaco. El hombre, asustado, pregunta: doctor, si hago todo esto ¿viviré muchos años? Y el médico le responde: vivirá los mismos, pero ¡se le harán muuuy largos!

Vivir nos mata. Para vivir necesitamos respirar oxígeno, que es un veneno de lo más tóxico, porque quema nuestros tejidos. Nos oxida. Por un lado permite transformar el carbono de lo que comemos en la energía que nos mueve y crea nuevos tejidos, pero por el otro los destruye. Por eso hay tantas cremas con «poder antioxidante», y dietistas que recomiendan los vegetales de tonos rojizos o anaranjados, porque contienen carotenos, algo que parece tener mucho de ese poder.

Sabemos que vivir nos mata, pero intentamos que el desenlace tarde mucho en llegar; que la vida nos mate poco, pero sin renunciar a vivirla. No hace mucho -dos días, en términos de la historia del homo sapiens- el problema era vivir, simplemente: conseguir cada día las calorías necesarias para que la máquina no se detuviera y para correr delante de los depredadores y detrás de las presas. La idea de morir de viejo, a causa a la oxidación celular, parecía un privilegio de potentado ante las alternativas más habituales a la hora de dejar este valle de lágrimas: devorado por una fiera, malherido en una batalla o reventado de trabajar como esclavo. Hoy, en cambio, y por lo menos en nuestra sociedad que derrocha de todo, estamos obsesionados por evitar todo lo que nos reste un día de vida y por esquivar todo lo que constituya un factor de riesgo.

En comparación con el hombre de las cavernas, o incluso con los humanos civilizados de antes de la penicilina, los occidentales somos unos potentados, y aún más: unos potentados conscientes de la relación entre el marisco y la gota. Por eso nos sumergimos en polémicas sobre el poder cancerígeno de los ahumados y las salazones, nacidos en su día como métodos de conservar la carne y el pescado para cuando no había, y que se consumían en mínimas raciones de supervivencia. O de la carne roja, antes escasa y de lujo, y ahora plato de cada día en cantidades generosas. El riesgo de comer en demasía de lo que hace dos días apenas podíamos probar: menuda paradoja.