El primer partido de fútbol al que acudí sin la compañía de un adulto a La Rosaleda fue un 31 de mayo de 1998. Aquel día el Málaga jugaba la segunda jornada de la fase de ascenso a 2ª División contra el Talavera. Durante la temporada había estado yendo con mi tío Eduardo a casi todos los encuentros del equipo en casa. Con él me sentaba en preferencia alta y centrada, como Dios manda. Sin embargo, aquel primer partido de liguilla, con mi abono para los tres partidos, decidí cambiar e irme con aquel Frente Bokerón histórico en el que cabía todo. Mi compañero de clase en el colegio Joseba y yo, sin haber cumplido aún los 13 años, nos dejamos la garganta animando al equipo que aquel año estaba entrenado por Ismael Díaz. La alineación de aquel equipo me la conocía de memoria, con históricos malaguistas como Rafa, Roteta, Bravo, Merino, Movilla, Guede, Quino o Basti. Con ellos, es probable que Ismael Díaz fuera una de las primeras personas en hacerme feliz gracias al deporte. Fue con él como entrenador cuando empezó a forjarse el sentimiento malaguista que siguió creciendo hasta cegarme -de forma absolutamente consciente- en mi malaguismo. Hace unos días, tras el partido en El Molinón, volví a encontrarme a Ismael Díaz, aquel que en mi memoria era un superhéroe. Su perilla y su pelo negro son ahora blancos, pero recuerdo aquella rueda de prensa en la que anunciaba que no iba a seguir como entrenador. Nunca entendí nada de aquello, nunca supe el motivo por el que Díaz dejaría de entrenar al equipo al que había ascendido. Tenía 12 años y el fútbol me daba, justo después de mi primera alegría, el primer golpe incomprensible. Luego llegó Peiró y muchos aparcamos el recuerdo de Ismael Díaz. Reencontrarme con el míster en El Molinón me trajo los buenos recuerdos de aquel niño regordete que iba al fútbol por primera vez creyéndose un adulto. Aquellos maravillosos años...