Hace unos días se hacía pública una decisión judicial de enorme trascendencia para el municipio de Marbella y, en general, para la provincia de Málaga: la anulación de la revisión del PGOU de Marbella de 2010, el instrumento urbanístico a través del cual se pretendía devolver la normalidad urbanística a la localidad, remendando los descosidos causados durante los años de desfalcos de la era GIL.

El nuevo PGOU estaba destinado a causar problemas desde el principio, habida cuenta de los ejes sobre los que pivotaba. La premisa inicial era la siguiente: el Ayuntamiento de Marbella no podía asumir -ni era bueno para el municipio- el coste de las indemnizaciones que tendría que satisfacer a todos los propietarios de viviendas ilegales construidas al amparo de licencias otorgadas por la propia corporación municipal, de acuerdo con el PGOU aprobado irregularmente en 1998, cuando la ciudad estaba gobernada por el entramado corrupto del GIL. Con estas mimbres, hubo de construirse un sistema de legalizaciones cuyo coste tenía que ser asumido por alguien. Y ese alguien, fuera quién fuera, se iba a sentir perjudicado al verse obligado a levantar unas cargas urbanísticas a razón de unos aprovechamientos que ya habían sido materializados años atrás. Los problemas, por tanto, iban a surgir necesariamente.

No significa lo anterior que la actuación del Ayuntamiento -y de la Junta- fuera malintencionada ni que los intereses fueran desviados, al contrario. Probablemente la solución de crear el sistema de legalizaciones, que ahora ha sido derribado, constituía la mejor opción posible, pues no parece razonable pensar que la vía de acción adecuada a los intereses de los vecinos sea demoler todas las viviendas ilegales del municipio, con el consiguiente pago de indemnizaciones en el caso de las amparadas por licencia ilegal. Lo que ocurre es que algunas de las técnicas urbanísticas conformadoras de este sistema legalizador, ciertamente, presentaban dificultades de encaje con el ordenamiento jurídico.

Sea como fuere, el Tribunal Supremo ha invalidado el sistema de legalizaciones del PGOU marbellí. Y no es que se haya limitado a anular algunas técnicas o preceptos concretos del mismo, sino que ha afirmado de forma tajante que no corresponde al planeamiento urbanístico modular la legalización de lo ilegalmente construido. No es la primera vez, ni mucho menos, que los tribunales anulan revisiones de planeamiento que prevén la legalización de construcciones irregulares; pero en la generalidad de los casos, esas previsiones de legalización van referidas a construcciones concretas y se utilizan con la finalidad de satisfacer intereses particulares. No es ese el caso de Marbella, cuyo nuevo PGOU habilitaba un sistema global de legalizaciones que, con mayor o menor acierto, se dirigía a satisfacer el interés general del municipio. Puede afirmarse, a este respecto, que la cuestión del PGOU marbellí plantea cuestiones que trascienden a lo puramente urbanístico para situarse en el plano de los fundamentos de la actuación administrativa: resulta muy complicado determinar cómo deben actuar las administraciones públicas, que están obligadas por mandato constitucional a servir con objetividad a los intereses generales, si la consecución de dicho interés pasa por convertir lo ilegal en legal.

En cualquier caso, la situación en que queda el urbanismo marbellí tras las sentencias del Supremo es sumamente complicada. La anulación de la revisión del PGOU resucita (otra vez) al ya vetusto texto de 1986, un instrumento que con casi 30 años de antigüedad no puede responder, evidentemente, a las necesidades económicas y sociales actuales de Marbella. Veremos en las próximas semanas y meses cuál es la solución que idean el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía.

En fin, lo ocurrido con el PGOU de Marbella pone de manifiesto, por un lado, el peligro de las soluciones urbanísticas de laboratorio, por la enorme inseguridad jurídica que generan. Por otro, la insuficiencia de una legislación urbanística que, en relación con los procesos de consolidación de construcciones irregulares, se ha dedicado hasta ahora esencialmente a poner parches sobre la realidad ya existente, y no a buscar soluciones o criterios atemporales que den respuesta a los problemas que se planteen en el futuro. En este sentido, es preciso iniciar un proceso simplificación y racionalización de la legislación urbanística que tenga como base a los principios generales del Derecho, pues éstos, en cuanto expresivos de las convicciones ético-jurídicas de la comunidad, pueden contribuir a la configuración de soluciones más justas, equilibradas y asumibles por el conjunto de los ciudadanos.

*Moreno Linde es doctor en Derecho, profesor de Derecho Administrativo de la UMA y abogado