La constatación de que los tiempos que corren ya no son los tiempos de uno, quiero decir, aquellos en que uno se sentía a tono con los tiempos, es desoladora aunque también consoladora. Lo primero porque sentirse fuera de los tiempos que se viven es un premonición de estar fuera de veras. Pero lo segundo porque uno ya no aguantaría estos tiempos, si estuviera en ellos. Viene esto a cuento de lo difícil que se ha puesto la, a pesar de todo, digna profesión de político. Ahora un político debe saber bailar, cantar, reirse de veras con las tonterías (la risa es lo más difícil de fingir) y desarrollar prácticas de riesgo del tipo subirse a un globo o correr un rallie. Es verdad que, a cambio, no hace falta estrujarse el cerebro para que de él manen ideas, construir un discurso coherente, ni darse respuesta a la pregunta central, qué es la de con qué parte de la sociedad está uno de veras.