Uno de los inventos más decisivos de la humanidad ha sido la pared. La rueda, que tanta fama tiene, la escritura, que también, o el fuego, que no digamos, son grandes inventos reconocidos como tales, pero ¿quién se acuerda de la sencilla y casi invisible pared? Gracias a la rueda se han facilitado mucho los desplazamientos geográficos y se han acortado las distancias, se han abrazado o invadido pueblos, se ha disminuido la carga física que recaía sobre los hombres o sobre las bestias, etc. Gracias a la escritura se ha podido codificar y fijar conocimientos de todas clases y se le ha dado a la historia un instrumento eficaz para dotarse de sentido y de legitimidad frente a las inclemencias de la naturaleza dejada a sí misma (aunque habría que analizar si eso es, en el fondo, un ventaja, como creemos los civilizados, o una desventaja, como piensan muchos que defienden la superioridad del analfabetismo, la oralidad y el primitivismo originario). Gracias al fuego cocinamos y viajamos a la luna, vale, pero también hemos incendiado aldeas, hemos quemado brujas y hemos hervido langostas vivas.

Gracias a la pared hemos podido salvaguardar lo privado, es decir, acotar un espacio donde lo público tiene vedado su acceso. Con paredes construimos casas dentro de las cuales podemos ser como nos dé la gana sin tenerle que rendir cuentas a nadie. Es cierto que los poderes, por su propia constitución repleta de avideces estructurales, hacen lo posible (desde las leyes, desde las costumbres, desde la televisión, desde los planes educativos, desde la política, desde las religiones, etc.) por colarse dentro de la casa de uno. Da igual si lo hacen por la cerradura de la puerta o por la cerradura de la conciencia. Si pueden, como decía alguien, se meten en nuestra cama y nos roban el descanso, el sexo, los sueños y el yo entero. La impertérrita, humilde, sólida y fiel pared es nuestra mejor aliada frente a la intromisión descarada de lo público (y de los poderes sobre los que se sustenta) en nuestro día a día. La pared defiende nuestra libertad, o nuestro derecho a la libertad, mejor que mil revoluciones, mejor que mil tratados, mejor que mil mártires de la causa (un Gandhi, un Martin Luther King), mejor que mil utopías. Una pared propia es lo que necesitamos para ponernos a salvo de la jauría del afuera y, al hacerlo, librarse de ser cazados por tantos y tantos que quieren desgarrarnos a dentelladas y poner luego, si les pareciera que tiene algún valor aunque sea decorativo, nuestra cabeza disecada en sus salones señoriales.

Paredes de cemento, de madera, de piedra, de yeso, de barro, de cualquier material. Las paredes nos dan la oportunidad de ser los que somos, de disponer de una intimidad sin intromisiones. Una intimidad no mancillada por las sucias manos de esos poderes de los que hablábamos. Poderes malsanos que se disfrazan de médicos. Poderes inhumanos que se disfrazan de humanistas. Poderes malévolos que se disfrazan de salvadores. Poderes oscuros que se disfrazan de torrente de luz. Poderes recaudadores de almas que se disfrazan de fontaneros o carpinteros o albañiles del alma. Poderes ininteligibles que se disfrazan de oradores facundos. Poderes aguafiestas que se disfrazan de animadores. Poderes histéricos que se disfrazan de maestros zen.

Un simple juego de paredes dentro de las cuales ser uno mismo sin cortapisas, sin tapujos, sin coacciones, sin testigos. Santa pared, qué haríamos sin ti en un mundo cada vez más sediento de existencias inexistentes y privadas de lo privado.