El candidato de IU, Alberto Garzón, es un bienintencionado político que no quiere que nadie gane más de 6.500 euros al mes, trabaje en la empresa pública o en la privada. Y digo bienintencionado porque no hay perversidad en su propuesta, sino, todo lo más, un acto de fe en la nivelación, voluntad de igualar por abajo, ya que hacerlo por arriba sería, además de imposible, inmoral. (Proyecto ecuménico: mejor ganar menos que ser un canalla).

De la misma forma, Garzón hizo saber al país el pasado lunes, cuando se reunió con el presidente Rajoy, que la Constitución debe ser reformada para hacer sitio al derecho a decidir, que no es más que el viejo derecho de autodeterminación de los pueblos oprimidos, patrimonio de la izquierda rosoluxemburguista, pero ahora revestido con los ropajes de una legitimidad democrática que se revuelve contra la legalidad (democrática, pero en grado sumo) de la que emana.

De ambas propuestas puede fácilmente inferirse que el joven y bondadoso dirigente de IU -que le ha puesto a Pablo Iglesias la otra mejilla más veces de las estrictamente necesarias para ganarse el cielo de los pobres- tiene una considerable empanada; y esta vez no francesa, sino perfectamente hispana, y tan hija del momento político traqueteante que vivimos como las idas y venidas de Podemos con la renta universal, básica o lo que sea (aunque, eso sí, en la antípoda del oscilante oportunismo del partido de los politólogos).

Con ambas propuestas, el candidato de IU demuestra que quiere estar a la altura del tiempo que vivimos, pero que no puede -ni quiere- bajar a la hondura de los cienos en que hozamos gozosamente desde que la revolución neoliberal nos hizo consumistas voraces, renegados de la clase trabajadora y residentes envidiosos de la ciudad global del dinero: las marcas le han ganado la partida al sindicato.

De clases populares, precisamente, habló el lunes Garzón ante los medios después de subir por primera vez la escalinata de la Moncloa. IU, dijo, no se sumará al teatro de la confrontación que está montando Rajoy. «El principal problema es entre ricos y pobres, no entre España y Cataluña», sentenció.

Perfecto, ¿pero qué mejora para la relación entre ricos y pobres traería consigo una consulta que sólo puede propiciar la permuta de una oligarquía por otra en la exclusividad de la ganancia? Corrijo: de una oligarquía por otra, no, que la catalana está en contra, sino de una oligarquía por un grupito de familias contribuyentes y lactantes, la red clientelar elevada a su grado más alto de concentración.

Garzón -y en esto también Iglesias- son rehenes de una agenda política obsoleta, según la cual la autodeterminación del pueblo palestino es tan defendible como la del pueblo catalán, que, de estar oprimido, lo está sólo por quienes pretenden autodeterminarlo para seguir viviendo a su costa, pero sin repartir con Madrid. O para ocultar hasta qué punto lo han sangrado los pujoles, sumarrocas y demás, y cuántas sospechas asedian ya a sus sucesores.

Y, por último, desde cuándo un problema de desigualdad que trasciende fronteras tiene una solución local. ¿O es que va a haber también referéndums para igualar a ricos y pobres en el resto de España? Diablos, Alberto, ¿dónde dejasteis aparcado el internacionalismo?