Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, los Sith del malvado Imperio Galáctico decidieron desconectar unilateralmente del democrático gobierno de la España. Toda la paz interplanetaria se puso en peligro cuando los secesionistas acusaron al gobierno de usar fondos reservados contra ellos, ante lo cual los caballeros Jedi del Tribunal Constitucional se vieron obligados a sacar las espadas láser a pasear para atajar cualquier atisbo de rebelión.

Desde la Alianza Rebelde formada por todos los que se quejaban de la imparable corrupción que enfermaba los principios de la República Galáctica se inició un ataque frontal sólo con el Estado de Derecho, pero con todo el Estado de Derecho; sólo con la democracia, pero con toda la democracia. Lo que no esperaban los confiados mandatarios del mundo libre era que los separatistas llevaban años fabricando el arma total que en principio les conseguiría la victoria definitiva, la Estelada de la Muerte (aquí debe resonar en el cerebro del lector un dramático tachaaaaán).

Según los libros de historia todo empezó como un susurro, como el llanto de un niño caprichoso al que nadie hace caso. Se le dieron alas para contentarlo y lo que pareció algo controlado se convirtió en un caos legislativo, ejecutivo y judicial. Lo que se inició como una tímida petición dio lugar a una exigencia sin condiciones. Las vergüenzas y las debilidades del sistema autonómico se vieron expuestas y sometidas a graves críticas, se puso en tela de juicio la Carta Magna que fundó el sistema en que se basaba la convivencia, y las estrategias a cambio de votos reinaron durante años. El enfrentamiento se había fraguado a fuego lento ganando competencias, acrecentando la deuda, desobedeciendo los requerimientos y manipulando una historia que desde luego no convencía a nadie.

Pero no se preocupen, lo cierto es que por mucho que los díscolos escindidos desplantaron al sistema jamás consiguieron separarse. Sus intentos acabaron aplastados de todas las formas imaginables: cortándole la financiación, con hordas de fiscales persiguiendo delitos por doquier, ejecutando deudas contra el patrimonio, con informes del Consejo de Estado, mandando cumplir sentencias de altísimos tribunales o desautorizando cualquier poder ostentado por los nacionalistas.

Qué alivio. Menos mal que a día de hoy vivimos pacíficamente en un universo completamente unido, todos juntitos en un mundo en el que los bancos ya no marcan las vidas de los ciudadanos, el paro no es una constante en muchas familias, los autónomos ya no son destrozados a base de impuestos, los fanáticos religiosos no matan y la gente no emigra buscando un trozo de pan.

Por cierto. Cuenta la leyenda que Artur Mas ya no es lo que era. Dicen que ahora vaga solo por las calas de Sitges convenciéndose de que cualquier tiempo pasado fue mejor mientras acaricia con ternura una foto carnet de Carmen Forcadell; por lo visto lo abandonó por un Han Solo barrigón y ajado que le dijo qué sediciosos ojos tienes. Hay quien jura que ha visto a Mas levantar la mirada al cielo esperando una señal, pero él, y solo él, sabe que en realidad lo que hace es darle vueltas a las últimas y enigmáticas palabras de Jordi Pujol: Artur, yo soy tu padre.