Los casos y las cosas nunca ocurren porque sí. Hasta la serendipia, que en esencia es una casualidad, obedece a factores concomitantes. El universo entero es el resultado de infinitas concomitancias. Sin embargo, cada vez somos más los chispoletos, perspicaces y trapisondistas que nos apuntamos a ser padres de los resultados de las cosas, solo cuando son buenos, e hijos de los mismos solo cuando son malos. O sea, la ley del embudo. Quien se arroga la razón unidireccional como bien individual manifiesta su incultura abiertamente.

Piénsese, si no, en el circo que se ha montado con Catalunya y nótese cómo el estado en que se encuentra el circo no es ni más ni menos que el resultado de la concomitancia habida entre dos desmañados que, pretendiendo demostrar sus maestrías en el manejo del florete de la razón, han acabado -por ahora- por un lado, demostrando una supina impericia aprendiza, y, por otro lado, dando una lección magistral de cómo hay que actuar para llegar al fracaso político.

La seguridad infinita aflorada por ambos contendientes solo ha demostrado torpeza y debilidad, y viceversa, o sea, debilitat i malaptesa. Creo que fue Unamuno quien dijo que los débiles lo son porque no han dudado bastante. ¡Ay, presidentes...! Después, Borges, que tampoco estaba mal de tino, también lo vio y remató desde la otra orilla: «duda es uno de los nombres de la inteligencia», dijo. Pero da igual, no nos alteremos... La perspectiva del tiempo demostrará que la responsabilidad y la culpa no correspondieron a ninguno de los floretistas, sino a los malasombras que leímos mal la realidad. Ya sabe, sufrido lector, vaya preparándose, porque la perspectiva del tiempo dirá que los responsables de la cosa fuimos usted y yo, que somos unos pervertidos malasombras...

Es lamentable que nos pasemos la vida adaptando nuestro pequeño mundo a la realidad a base de añadir lo que interpretamos que falta, que es lo fácil, pero sin esforzarnos lo más mínimo en quitar lo que sobra, que es lo que necrotiza y pudre e impide la vida. Y, claro, así, acabamos con el bolsillo, el cajón, el trastero, la casa, el municipio, la autonomía, el país, el continente y el planeta lleno de soluciones caducas, sobrepuestas, inadaptadas e improductivas que flotan sobre el putrefacto mar muerto de las soluciones anteriores, que, evidentemente, porque son anteriores, son más caducas e inadaptadas e improductivas. Las políticas sobrepuestas se amontonan y enrarecen y vician el ambiente, y lo hacen insano.

¿De qué sirve practicar el «dejar salir antes de entrar» si en nuestro quehacer más complejo no nos atrevemos a quitar lo que sobra antes de añadir lo que falta...? Ni todo lo viejo es cultura, ni todo lo nuevo es innovación, por mucho que nos empeñemos... Por cierto, ¿qué futuro tendría el hotel más innovador y más noble a la vez si lo construimos sobre el rincón más apestoso del peor lodazal? Que nadie se sienta aludido, pardiez. Solo es una metáfora del esperpento. Vale, pero, ¿qué futuro tendría...? ¡Ah, po´haber pedido muerte, tú...! Nunca me cansaré de recordar a Sartre: somos lo que hacemos para cambiar lo que somos€ Ahí queda.

¿Qué si hay concomitancia turística...? Pues claro: es lo que hoy nos está ayudando a nosotros, tanto, como desayudando a otros para nuestro provecho. Pareciere que el universo conspira a nuestro favor, a base de conspirar en contra de otros a los que la concomitancia de la guerra y de la muerte por mandato divino viene otra vez a demostrar que el que no es dueño de su fe termina siendo esclavo de ella, y que la esclavitud no es buena en nombre de ningún dios porque ningún dios la predica.

La concomitancia turística a la que me refiero es ajena a nosotros. Pero, atención, que la concomitancia ajena es como si tuviera vida propia, porque hace y deshace sin nuestra intervención. Por eso es imprescindible estar alerta, y no vernos afectados por el exceso de seguridad, que mata. Dudar mucho y bien de los por qué de nuestros resultados turísticos, que en buena medida son prestados, es una medida sabia y saludable. La duda, también la turística, es una riqueza irrenunciable. La seguridad, también la turística, nos hace débiles y nos empuja al ombliguismo activo que invita al pecado de perpetuarnos en añadir, pero sin quitar lo que sobra.