Vive uno para ir viendo cómo le demuelen los escenarios de la memoria, cómo va cambiando el paisaje de cuanto se le quedó grabado para siempre. Guardo entre el equipaje que quiero llevarme cuando me vaya no sé dónde dos o tres atardeceres, un tibio rayo de sol sobre mi espalda en la terraza de la casa de mi madre, el aleteo de los pies de mi hija cuando nació y el calambre de aquel beso primero que todavía me estremece.

Ahora, el Pleno del Ayuntamiento de Málaga acaba de decidir la demolición del cine Astoria. Al Astoria, de todos modos, ya lo habían demolido por dentro, como lo demuelen a uno las malas enfermedades, pero este certificado de defunción del viejo cine me ha roto un poco el alma y me ha inundado la memoria.

El Astoria nació el mismo año que yo (corría 1966 con esa prisa que sólo tiene el tiempo) y un cartelón enorme, pintado por uno de aquellos artistas anónimos que daban color a las carteleras, anunciaba la película My fair lady que en España se estrenó con el título de Pigmalión.

El cine se cerró hará diez años. Entre sus paredes quedaron muchos recuerdos de mi niñez y adolescencia, muchas tardes de felicidad, algunos besos robados y otros más abiertamente consentidos. Allí fui de la mano de mi padre a ver Superman, quizás la última película que vi con él, antes de que me saliera pelusa en el bigote y esa tonta vergüenza de la pubertad.

Miro la ciudad y no es la misma que vieron mis ojos de niño, no es la misma Málaga de la primera mirada, fascinada ya. Todo se ha ido moviendo con los años. Aquel Teatinos donde íbamos de excursión los domingos de otoño a pasar un lento día de campo es ahora un laberinto de cemento, y como eso todo ha ido cambiando, seguramente como tiene que ser, y casi nada es como era. Donde me crié había un arroyo y huertas, y ahora es un barrio que se deteriora vencido por los años, y ya no está ni el edificio del Cairy, que era un cine de sesión doble y que quizás envidiaba al Astoria, tan señorial, tan de riguroso estreno.

Hay veces en que no puede uno evitar que se le venga encima la nostalgia al recordarse con nueve años y un puñado de amigos yendo a pasar una tarde al cine, ni acabar preguntándose dónde está ese niño, dónde aquellas risas, dónde ya, para siempre, aquel viejo cine y su memoria.