Algo está pasando y algo, sin embargo, no está pasando. Matan a una mujer a la semana pero, probablemente, cuando algunos hombres lo lean aquí otra vez empiecen a aburrirse del artículo. No por eso serán machistas que respondan violentamente desde impulsos de dominación contra su pareja, necesariamente, sin embargo la denuncia en el artículo les parecerá repetida y sentirán como que no les concierne. Algo falla desde hace años en la inoculación social de la vacuna contra la violencia machista pero no se le termina de poner remedio. O al menos las cifras lo advierten. Mi niño de cinco años se reía ayer contándome que ha visto hombres que se ponen falda, pero no se ríe si le digo que una mujer se viste con pantalones.

Guerreros con falda. No hay nada dramático en su risa masculina, pero sí una advertencia de etiqueta desigualitaria que adquiere desde chico, tras décadas de campañas políticas -demasiado partidistas en demasiadas ocasiones- por la igualdad de género. Claro que no somos iguales, pienso en decirle al niño, pero sí en derechos y deberes, y sí debemos serlo ante la burla. Como ese mensaje es en exceso adulto le hablo a mi niño de que en Escocia el traje típico de los hombres es una falda también. Y le recuerdo que ha habido grandes guerreros, como los de El señor de los anillos, pero de la historia escocesa, y que uno se llamaba William Wallace -héroe contra los ingleses que en nada se parece a Artur Mas, aunque él se sueñe quizá- , y que eran fieros y fuertes a pesar de que vestían faldas. Luego, quien se pone falda no tiene por qué ser débil o torpe, hijo mío. Cuando le enseño la imagen de Mel Gibson caracterizado como Wallace en la película Braveheart, con su falda y su cara pintada de azul miedo, mi niño muestra cierta perplejidad y fascinación. Fuerza, fiereza, musculatura, valentía y todas esas cosas que le atraen tanto, y con falda.

Más de la mitad. La preocupante encuesta del Ayuntamiento malagueño que refleja que más de la mitad de los hombres preguntados no intervendría si viera a otro maltratando a su mujer, servirá de poco si tan sólo se responde a ella tachando de machistas a quienes la respondieron. La realidad nos grita que algo no se está haciendo para erradicar la violencia contra las mujeres o no se está haciendo bien. Ya he escrito en otras ocasiones cómo he comprobado que en actos de interés objetivo que tienen a la mujer como tema -una vez puse como ejemplo la apasionante conferencia sobre la mujer y la pobreza en el mundo de la reportera Carmen Sarmiento- no suele haber hombres. También me atrevería a indicar que la mayoría de las mujeres que asisten están vinculadas a asociaciones feministas o a partidos políticos, generalmente de izquierdas. Ni en la escuela, por tanto, ni en esa parte de la sociedad no necesariamente feminista pero crítica y desencantada de los partidismos, ha penetrado como debiera la vacuna contra la violencia llamada de género.

Un crimen. Y ése es otro problema añadido. Etiquetar el crimen como crimen «de género» quizá está produciendo el efecto contrario al buscado, una perversa comprensión o costumbre, algo comparable -salvando la mucha distancia, discutir esto resulta muy delicado pero las mujeres muertas nos vuelven a decir que es necesario- a lo que sentimos cuando se nos dice que un asesinato fue por un «ajuste de cuentas», parece que eso nos aleja de la monstruosidad que supone arrancar una vida de forma violenta, nos lo justifica en cierto modo. Un crimen contra una mujer es un crimen tan brutal o más que cualquier otro perpetrado contra alguien a quien se maltrató o arrancó la vida. No se justifica ni en el ámbito de lo privado ni en el sociológico ni en el educativo. Pero, sin embargo, en esos ámbitos, a diferencia de otros crímenes, sí se puede trabajar más y mejor para evitarlos.

Karla Jacinto. Lo pienso mientras leo el último sondeo del CEO (esa especie de CIS catalán), donde el independentismo sube entre los 2.000 encuestados. Lo pienso mientras escucho a Karla Jacinto en su discurso ante el Papa en julio. Esta chica, que hoy tiene 23 años, tuvo que aguantar que la violaran 30 hombres al día desde que tenía 12 en Guadalajara, México. La tortura duró hasta unos 40.000 hombres. De algunos comenta que al final de cada día, dolorida y exhausta, la veían llorar y eso les provocaba risa. Pero hay hombres que no pasan por encima de todo, y de todas, para satisfacer sus impulsos u obtener beneficio propio. Uno de ellos es hoy su marido. Karla pertenece a la oenegé Camino a casa y con él y sus dos hijas, una es fruto de lo sufrido mientras estuvo secuestrada, anda luchando por el mundo para que miles de mujeres sean liberadas y vuelvan a sus casas o tengan derecho a tener una donde vivir sin miedo. También me importa que en el último pleno municipal de Málaga se haya votado a favor del derribo del edificio del Astoria. Pero menos. Quizá… Porque hoy es sábado.