Somos rápidos, cada vez más rápidos. Rápidos de cabeza, que se conecta y de desconecta a velocidades de vértigo, casi siempre con la inestimable colaboración de una pantalla, a esto, a lo otro y a lo demás allá. Rápidos de cuerpo, que, ya sea con la ayuda de un vehículo o propulsado por su ansiedad de récords, se traga paisajes enteros en cuestión de minutos. Y rápidos de espíritu, que cada vez se parece más, a estas alturas de la tardo-contemporaneidad, al panel de control eléctrico de una central nuclear que al sencillo espejo que usaban los ángeles y las hadas para acicalarse antes de contarnos un buen cuento para dormir. Corremos, nos apresuramos, cambiamos, nos agitamos, sufrimos tirones, jadeamos, viajamos desaforados: para llegar ¿a dónde?; para ser o conseguir ¿qué?Por esto, para llegar a ser y para ser en plenitud eso a lo que llegamos debemos reaprender el arte de la lentitud, el arte de vivir sin prisas, el arte del caracol y la tortuga.

Fíjense, en este sentido, en la siguiente historia firmada por el escritor mexicano Fabio Morábito y titulada precisamente Lentitud (se encuentra en su reciente libro El idioma materno, editorial Sexto Piso). En él se cuenta la relación entre un hombre y una mujer que acaban de conocerse. Al cabo de poco tiempo ella le invita a subir a su casa, pero él se niega diciendo que es demasiado pronto, que es demasiado rápido. A ella, entonces, se le ocurre una estratagema: vendarle los ojos para que así no se sienta invadido por un espacio nuevo y una persona también nueva. Él accede y suben juntos. Cenan o algo así y se separan. La escena se repite en varias ocasiones hasta que una noche hacen el amor, él todavía con una venda en los ojos. Eso también se repite a lo largo de semanas o meses. Mientras tanto él se aprende la casa (vasos, mesas, muebles, electrodomésticos, habitaciones) y el cuerpo de ella a tientas, palpando, rozando, acariciando: como un ciego de verdad. El amor crece a ese ritmo lento que les hace a los dos tan felices. Pero un día él, a punto de entrar en la casa de su amante, se quita la venda y se pone a temblar. Ambos, de hecho, ella desnuda en su cuarto junto a la cama, se ponen a temblar porque no saben si él reconocerá y seguirá amando la casa y a su dueña cuando pueda verles tal y como son. El relato termina ahí y yo, por solidaridad, me puse a temblar también.

Sí, cultivar la lentitud para no atropellarse, para no perderse nada de lo esencial, para pararse (¡pararse!) a disfrutar y aprender de todo lo disfrutable y aprendible, para hablar con las manos, para emocionarse con emociones que no huyen, para pensar ideas que nos piensan, para sentir desde el mismo corazón de los sentimientos, para ser infinitos sin tener que renunciar a ninguna de nuestras benditas finitudes. Y, como en el relato fantástico que acabo de resumir, para saber a qué sabe el amor verdadero, que se disipa, como niebla sucia, cuando uno se abalanza sobre él pero que, al contrario, se adensa alrededor de uno, protegiéndole del afuera y alimentándole con mimo (como se alimenta un bebé, como se riega una planta), cuando se le deja crecer sin urgencias ni sometiéndole a alguna de las innumerables tiranías del tiempo.

La lentitud como programa de vida: ¿quién tiene siquiera un rato para sentir esto, para incorporarlo de manera natural a su existencia?