Quién sabe cuántos terroristas está infiltrando ahora el Estado Islámico entre los refugiados?, se preguntan hoy muchos; entre ellos mi quiosquero cuando voy a comprar la prensa del día en busca de informaciones más detalladas sobre lo ocurrido en París.

Es también la pregunta que se hacen los tertulianos en esos programas televisivos en los que se habla de todo sin llegar al fondo de nada y en los que unos interrumpen continuamente a otros como si pretendiera tener siempre razón quien más grita.

En mis paseos por el centro de Madrid he podido ver los dos últimos días cómo policías nacionales pedían documentación a más de un joven de aspecto magrebí aunque no llevasen una mochila o algún bulto sospechoso. ¿Tenían acaso «perfiles» de potenciales terroristas? Uno diría que son reacciones instintivas, casi inevitables en situaciones como las que vivimos ahora y ya vivimos antes a raíz de otros atentados en el corazón de Europa, como los de Londres o Madrid.

Si existe ya en muchas partes una desconfianza profunda hacia la población magrebí o en general musulmana, esa actitud de aprensión, de suspicacia va sin duda a aumentar con lo ocurrido ahora.

Y muchos inocentes de piel más oscura que la nuestra volverán a sentirse de pronto señalados, y aumentará la sensación de agravio que sienten ya en muchos casos.

Pero ¿No es eso precisamente, esa sensación de agravio colectivo, de discriminación, lo que buscan fomentar los terroristas entre la población musulmana que vive entre nosotros, a veces, como ocurre en Francia, en barrios convertidos en guetos? ¿No es ése el mejor caldo de cultivo a la hora de reclutar a nuevos «mártires» de su criminal causa?

Lo ocurrido en la capital francesa, lo que puede volver a suceder en cualquier momento en cualquier otro lugar de Europa, es, digámoslo claro, lo que se vive prácticamente todos los días en Irak, en Siria, en Afganistán, en todos esos países que por acción u omisión hemos dejado convertirse en otros tantos Estados fallidos.

Estamos en cualquier caso ya tan acostumbrados a esas matanzas que ya prácticamente no nos conmueven y , sin embargo, tendríamos que reflexionar también sobre el grito que los supervivientes de las masacres parisinas dicen haber escuchado a los terroristas que actuaron allí: «Os vamos a hacer lo que nos hacéis en Siria».

Jóvenes que, según las crónicas de los corresponsales, hablaban un francés perfecto, es decir que vivían e incluso habían nacido en ese país y se habían fanatizado seguramente a través de las redes sociales.

Inevitablemente, esas nuevas masacres darán más argumentos a los partidos de extrema derecha como el de Marine Le Pen en Francia y a gobiernos xenófobos como el húngaro de Viktor Orban, y ofrecerán nuevos pretextos, si es que les hacían falta, a quienes buscan anteponer la seguridad a la libertad. Pero ¿No es eso precisamente lo que en su locura asesina buscan los terroristas?

A imitación de lo que hizo el presidente George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre contra las torres gemelas neoyorquinas, el francés François Hollande se apresuró a calificar la masacre parisina de «acto de guerra» mientras que su ministro del Interior, Manuel Valls, prometía «aplastar a Daesh».

Sin embargo, habría que preguntarse si, en esa guerra desigual y tan diferente de todas las anteriores, están los gobiernos occidentales -y sus opiniones públicas­- preparados para enviar a tropas a luchar sobre el terreno contra los yihadistas o si seguirán limitándose aquéllos a bombardear desde el aire como hasta ahora sin preocuparse demasiado de posibles «víctimas colaterales».