El titular que publicó el otro día La Opinión de Málaga era demoledor: «Menos de 30 personas al día pagan la entrada al Museo Revello de Toro». Ahondando en el cuerpo de la información, el otro cuerpo, el del lector, se iba poniendo aún peor: el presupuesto anual de la pinacoteca es de 337.000 euros y el montante de su taquilla, de sólo 21.600. A las claras, un auténtico desastre. Y el autor de la noticia, Jesús Zotano, abría el debate: «Que los museos no son rentables es algo por todos sabido, pero no deja de llamar la atención que el funcionamiento de las pinacotecas y centros de arte ignore a veces las más básicas reglas económicas que rigen cualquier bolsillo familiar o empresa, ya sea ésta pública o privada».

Si queremos hablar realmente de industrias culturales, de la cultura como un sector económico más -porque siempre se ha tratado de esto, ¿verdad? De que se empiece a respetar a la cultura como un asunto contribuyente, más allá de la nutrición espiritual y sensible- habrá que empezar a desterrar esos clichés que han actuado como escudo del arte, sus alrededores y sus practicantes y gestores pero que han terminado siendo clavos en su ataúd. Me refiero a esa despreocupación -a veces, hasta altiva y prejuiciosa- de las letras por los números.

Sucedió hace unos meses cuando se puso sobre el tapete el cierre del Instituto Municipal del Libro. El mundo de la cultura levantó la voz en contra. Porque es ya un lugar común de los hombres y mujeres dedicados a estos menesteres: cuántas más instituciones culturales, cuánta más oferta cultural, cuántas más propuestas, mejor. Mucho mejor. Por eso nadie de los círculos culturales de la ciudad va a manifestarse a favor del cierre del IML -incluso aunque lo pueda estar, secretamente, en ese interno fuero que nunca sale fuera-: quedaría feo, ejemplo de una política liberalista y de una especie de injusto darwinismo político. Mejor dejar las iniciativas culturales, todas, donde están, que hagan lo que puedan; total, si no molestan y apenas roban presupuesto a las instituciones que las organizan. Si lo piensan bien este razonamiento encierra el mayor desprecio a la cultura que pueda escupirse.

Volviendo al asunto del Museo Revello de Toro y por clarificar los términos: el arte no tiene que ser rentable, pero su gestión, sí; o sea, no hay que exigir rentabilidad a los cuadros de Revello de Toro, productos de un talento que deben ser evaluados por el espectador y la Historia del arte, pero sí a la gestión del espacio que los alberga. Que se haya conseguido que sólo 30 personas paguen al día su entrada a la pinacoteca del artista malagueño significa: uno, que la dirección del museo no ha sido capaz de atraer a un público mayor, suficiente; dos, que las obras verdaderamente no interesan. Elija usted la conclusión que mejor le suene, pero lo cierto es que ambas nos llevan a lo mismo: el Ayuntamiento aporta 300.000 euros al año -sumen los patrocinios: de momento, sólo están concretados los 15.000 euros que aportará Sando- a un centro de exhibición artística que sólo recauda 21.600. Y no se trata de un bache, de un hecho coyuntural; las cifras son malas desde un principio. Incluso los observadores de la cosa cultural no vieron claro este museo antes de que abriera. Pero abrió, y aquí estamos, con un gato, un cascabel y...

Difícil papeleta siempre la de la gestión cultural: su base son productos que buscan alimentar el espíritu y el sentido estético aunque deba encerrarlos, de alguna manera, en las reglas y deberes más, digamos, prosaicos pero necesarios. Necesarios, sí, porque si no lo hacemos de esta manera, si no sometemos a la cultura al escrutinio de estos notarios, ésta no va a pasar de ejercicio de mayor o menor vanidad personal que con mayor o menor fortuna conectará con más o menos espectadores. ¿Quiero decir con esto que la cultura vale realmente por lo que pueda venderse? No. En la cultura entran factores difícilmente medibles o cuantificables -aspectos formativos o puramente emocionales- pero el que no sean medibles ni cuantificables no debe ser el único argumento para su supervivencia. Porque entonces más que de cultura hablaríamos de una cuestión de fe. Y la fe no debe costar 337.000 euros por temporada.