Los atentados de París han vuelto a poner de manifiesto la profunda división que afecta a la desgarrada sociedad española, a la que ni siquiera esta horrible carnicería ha logrado poner de acuerdo en torno a un mínimo común denominador, a unas líneas básicas de consenso con respecto a qué hacer y qué pensar tras la matanza de un centenar y medio de civiles inocentes.

Las redes sociales volvieron a llenarse de violencia tras los atentados. España se ha convertido en el reino del reproche, en la república impune de los cruces de acusaciones. Predomina la redacción y publicación de todo tipo de comentarios hirientes cuando no estúpidamente groseros. Hubo quien se acordó de los atentados previos de Beirut y los empuñó contra los que mostraban su conmoción. No faltó quien se quejó por el recurso mayoritario a la bandera francesa en los perfiles sociales cuando en otros países del mundo mueren decenas de personas cada día por motivos igualmente injustos. Entre los líderes políticos, supuestamente más responsables, tampoco se produjo el milagro: alguno rechazó un acuerdo de carácter fundamentalmente simbólico, y otro volvió a la dialéctica de la guerra fría para echar a la OTAN la culpa de los atentados.

¿Qué se puede hacer desde las políticas públicas para tratar de coser tan profundo desgarro interno? Ni siquiera un tema tan grave y urgente como la lucha contra la violencia de género y su lento pero inexorable goteo de asesinatos de mujeres está bien visto por todos. Tras la histórica manifestación del pasado sábado 7 en Madrid, las redes han vuelto a vomitar su odio machista, e incluso algún reputado intelectual se ha permitido escribir un artículo brutalmente ofensivo, publicado además en un medio de comunicación al que considerábamos serio. ¿Qué nos está pasando?

No hay elección posible. No es posible la equidistancia, la explicación, la argumentación a partir de injusticias históricas. No me siento responsable de una parte alícuota de estos crímenes salvajes por el mero hecho de ser occidental, de la misma manera que no deja de sorprenderme ese agresivo y ucrónico anticolonialismo de la izquierda retrógrada y antisistema por sistema que convirtió el 12 de octubre en otro campo de batalla absurdo, como si, parafraseando a Ángel González, imaginar el mundo en sus prenombres fuese posible ahora.

La ausencia de referentes morales se ha convertido en un grave problema a la hora de buscar y encontrar un liderazgo sensato y aglutinador, un problema que estalla en momentos como éste. Los hombres y mujeres que hicieron la Transición, y que aportaron responsabilidad y gobernabilidad, se han ido diluyendo, han perdido toda capacidad de influencia debido a sus propios y graves errores. Los partidos políticos principales no han estado a la altura que se necesitaba. Los medios acaban de ser retratados a lo Bacon por el New York Times. Y los intelectuales no siempre han querido o podido intervenir en el debate público sin que salieran a la luz viejas rencillas gremiales, cuando no envidias infantiles o celos profesionales. Demasiadas trincheras en un país que necesita cuanto antes pasar la página del odio para así poder escribir los necesarios capítulos de su futuro. Es buen momento para releer a Bobbio y aprender de su Elogio de la templanza, cuando pide que se rechace la tentación del «todo o nada». Difícil, pero no imposible.