Reconozco que siempre que la selección española se enfrenta a la francesa, en cualquier disciplina deportiva, pienso que ya nos van ganando con solo cantar el himno. El himno, esa composición solemne que exalta a una nación y se interpreta en los actos públicos y que, por regla general, se honra y se respeta. Por regla general, menos en España. Y siento envidia sana de lo que estos símbolos representan para cualquier ciudadano del mundo y admito mi rabia e indignación por que aquí se encasille malintencionadamente a quienes sienten legítimo orgullo y se les tacha inmediatamente de fachas o patrioteros. Pensemos por un minuto (y recemos para que nunca se repita, ya que aquí ya padecimos nuestro 11M) que hace dos viernes unos terroristas hubieran pretendido llevar a cabo la masacre de París en cualquier ciudad española. Que en lugar de Saint Denis, se estuviera jugando un partido de fútbol en un estadio español. Y que los espectadores en vez de ser franceses, fueran españoles. Simplemente a nadie se le hubiera ocurrido tararear la Marcha Granadera, que es himno sin letra desde el siglo XVIII, por supuesto mucho antes de 1939. La Marsellesa, aquella noche de terror, y lo siguió siendo días después en Wembley, fue un gesto de unidad ante un enemigo común, a pesar de su letra sanguinolenta.

Sin embargo, aquí los enemigos parece que somos nosotros mismos. Nos tenemos inquina. Y despreciamos ya no solo nuestro himno, al que se pita al amparo de una malentendida libertad de expresión, a la que por cierto se suele apelar cuando se sabe que, en realidad, se están ofendiendo las creencias y los derechos del prójimo, también se desdeña la bandera, que como emblema rojigualda indica nuestra nacionalidad desde 1785, es decir, mucho antes de 1939. Se profana el territorio, cuyas fronteras como Estado son las más antiguas de Europa y se burla del sistema de gobierno de monarquía parlamentaria que nos dimos como democracia en la Constitución de 1978.

España siempre ha tendido al cainismo, a los profetas lejos de su tierra, a aduladores y trepas que se llevan el premio, a perjudicar la eficacia, a valorar más lo ajeno que lo propio y a los reconocimientos cuando ya es demasiado tarde. Y nunca ha sabido interpretar su propia historia.

Sentirse patriota poco menos que significa, para muchos, equipararse al fascismo asesino, como si Franco hubiera inventado la idea de España. Hace ya 40 años que murió pero su espíritu pervive increíblemente más en sus muchos detractores que en sus poquísimos partidarios. Como si estos símbolos patrióticos fueran propiedad de esos pocos. En cualquier otro país, desarrollado o en vías de desarrollo, del primer, del segundo o del tercer mundo, los símbolos son respetados. Aquí son suplantados y se pretenden hacer incompatibles por esquizofrenias secesionistas cuando su razón de ser reside, precisamente, en unas diferencias que enriquecen. Y aquí sirve de ejemplo el "por Andalucía libre, España y la Humanidad", que nos invita a mirar más allá de nuestro ombligo.