En el receso de un debate en el Parlamento británico, Churchill entró al servicio. En ese momento estaba el líder laborista miccionando en uno de los aliviaderos, que se disponían en larga fila. Churchill anduvo un largo pasillo hasta ponerse a mear todo lo alejado que pudo de su rival. Éste, socarrón, le dijo: ¿qué pasa, Winston, tienes miedo? A lo que Churchill replicó: no, querido, es que tú en cuanto ves algo grande corres a nacionalizarlo.

No tenemos muy claro si esta es una columna admirativa hacia Churchill, cuya biografía redactada por el periodista y alcalde de Londres, Boris Johnson, estamos leyendo o sobre el ingenio o acerca de qué era un liderazgo de verdad. Johnson cree que los niños británicos ya no saben quién fue Churchill y que pese a que todos los años se escriben un buen montón de libros sobre él, sigue siendo un desconocido. La anécdota que hemos relatado no viene en el ameno, algo asilvestrado, documentado y chispeante libro de Johnson, que no obstante no defrauda relatando algunos lances macanudos de tan excesivo personaje. Una vez en un debate le dijo a una señora que (le recriminó estar borracho) que al menos lo suyo se le pasaría por la mañana, mientra ella seguiría igual de fea. Churchill inventó terminos que han pasado al acervo común, como ´telón de acero´ y se inventó su propio Google. Lo explicamos: llegó a tener a seis becados empollones y con buenas notas en universidades elitistas para que le buscaran datos en su repletísima biblioteca, para que le encontraran citas y documentaran sus escritos. A ellos les dictaba los textos (ganó el Nobel de Literatura), que luego le entregaban mecanografiados para que él le hiciera las correcciones y de nuevo los mecanografiaran. Su historia de la Primera y la Segunda Guerra Mundial tiene miles de páginas. Puro en boca, manos entrelazadas en la espalda, paseando, dictaba. Dudaba. Llamaba a un becario. Le pedía el dato. El becario volvía. Le daba el dato y él lo dictaba. Johnson incide con denuedo en la valentía de Churchill, que se jugó la vida en varias guerras por todo el mundo y que tenía un apego a volar que lo llevó a estamparse varias veces. Milagrosamente no murió joven de un balazo o un accidente. Parece que todo ese arrojo era para demostrar a su padre, que lo despreciaba, de lo que era capaz. Esas mismas agallas son las que le granjearían autoridad moral para pedir al pueblo inglés ese inmenso sacrificio. Rodeado de colaboracionistas, tibios, acojonados, nazis o posibilistas, fue él el que convenció a todos de que apaciguar a Hitler era inútil. Había que enfrentarse a él. Sin la actitud del estadista inglés puede que Alemanía hubiera ganado la guerra. No es mala la lección de vida y actitud que nos ofrece el venerable Winston. Que ni meando descansaba.