Qué largas se hacen a veces las temporadas y qué de situaciones te puedes encontrar siendo entrenador durante esos meses en los que convives casi a diario con tu equipo. Hoy me apetece escribir acerca de algo que me enseñó uno de mis grandes referentes en un banquillo, ese en el que siempre me fijé a la hora de transmitir mis valores en el vestuario. Si algo he aprendido con el paso de los años es que el éxito en las categorías de formación no hay que medirlo en los partidos que ganas o pierdes. Hay tantos factores externos a lo largo de una temporada que si al final lo piensas en frío te das cuenta de que hay tanto camino por recorrer que lo último en la lista debe ser el resultado final. Está claro que todos miramos de reojo la clasificación en algún momento, sería hipócrita negar lo evidente, pero la experiencia al final te marca una línea que intentas superar por todos los medios y después de haber superado dicha meta, solamente después, uno se fija en las victorias deportivas.

Para mí la unidad del grupo está por encima de todo. No debe haber nada más importante que eso. Un equipo debe ser un grupo de amigos, de esos que saben solucionar sus problemas sin levantar la voz y mirando siempre por el bien de los demás. La unidad muchas veces puede verse afectada por distintos factores, y ahí entra la figura del entrenador, que es quien debe gestionar esos momentos de «crisis», por llamarlos de alguna manera, y hacer ver a todos que hay que buscar un objetivo común. Esa experiencia a la que hago referencia anteriormente me dice, y son 16 largos años los que llevo sentado en un banquillo, que lo más valioso que se lleva uno cuando todo acaba son los buenos momentos que va viviendo por el camino. Si uno ya es adulto y sabe disfrutar de todos esos momentos, ¿cómo no van a poder disfrutarlos también nuestros jugadores? Tan solo hay que marcarles que el objetivo común y prioritario del año es estar juntos, que sepan sacarle la cara buena a los problemas y que se apoyen en el de al lado si algo no va bien. El resto viene solo.

No hay nada más valioso que un equipo unido, un núcleo que sabe que no es perfecto, pero que disfruta trabajando sabiendo que su límite está en el cielo. Cuando no hay rupturas por ningún lado y todos y cada uno de los que entran en un vestuario son algo más que compañeros, se crea una atmósfera y una fuerza difícil de parar que nadie sabe hasta donde puede llegar. No hay egoísmos ni envidias, sino todo lo contrario. Hay una inercia positiva que hace que por muy mal dadas que vengan, lo positivo va a prevalecer por encima de lo negativo.

Lo bonito es crear ese sentimiento de unidad, de pertenencia, de decir este es mi equipo y me siento orgulloso de que así sea. De no dejar que nada ni nadie rompa la armonía. Estar juntos por encima de cualquier cosa. Cuando algo se tuerce, todos mueven el brazo para solucionarlo, y cuando todo va bien, todos reman con más fuerza. Deportivamente quizá falten cosas, pero la formación se basa como la propia palabra indica, en formar, en hacer crecer, no solo en la pista sino también en la vida. Todo lo que puedas enseñarles lo extrapolarán a su vida diaria cuando les falte el balón naranja. Pero, ¿y si te abres y dejas que te enseñen también ellos a ti?

Esa es una de las cosas más positivas que se puede sacar de una experiencia como la de ser coach, que nunca dejan de sorprenderte. Los mayores no tenemos ni mucho menos la verdad absoluta ante los problemas, y puede que muchas veces las opiniones estén enfrentadas y seamos nosotros los que estemos equivocados, pero la virtud está en encontrar un punto medio, en reconocer los errores que comete cada uno y mirar hacia delante, como un grupo único. En una palabra, como un verdadero equipo. Probablemente muchos no logren entender a qué me quiero referir exactamente, pero todo lo resumo en que un grupo unido jamás será vencido. Y con eso me quedaré el resto de mis días.