En la finca de Carral (La Coruña) vive desde 2007 un cerdo de nombre Quinín. Le perdonaron la vida en 2007 y, desde entonces, lleva ocho años dándose la vida cerda. Fue indultado gracias a la iniciativa de D. Antonio Caramés que lo adquirió en la feria de Senande-Muxía cuando estaba a punto de licenciarse en chorizo, morcilla, jamón y otros nutrientes tan dañinos para las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud. Imagino que Quinín no fue consciente de su suerte, ajeno al ruido afilado de los cuchillos, pero no ha desaprovechado los días de regalo para engordar a gusto. ¡Pesa casi 300 Kg.! El granjero que lo cuida comentaba hace unos días en Radio Nacional que Quinín campa a sus anchas por su finca de más de 4.000 metros cuadrados, que hace sus necesidades en un lugar aparte de limpio que es, y que come todo aquello que le traen las gentes del pueblo. Sobre todo pasteles. Le encantan los pasteles.

En la antigua Roma, algunos tribunos premiaban los servicios de un esclavo, ya fuera por afecto, por los méritos que le prestaba o por la buena voluntad del propietario, liberándolo de la esclavitud. Era un proceso denominado manumisión. Los esclavos manumitidos pasaban a llamarse libertos e incluso podían llegar a ser ciudadanos de pleno derecho.

En España, país tolerante, descendiente del Imperio Romano, y heredero de sus leyes, nos hemos tomado muy en serio la antigua facultad de manumitir y, de vez en cuando, indultamos a cerdos como Quinín. Personajes que suelen aprovecharse de su suerte nutriéndose de la comida del pueblo que les alimenta. Y como Quinín, hacen sus necesidades en lugares ocultos y campan a sus anchas por la gran extensión del Estado sin algualcil que les moleste. Me pregunto qué diferencia a los cerdos indultados de aquellos que somos carne de embutido. ¿Será la facilidad de engatusar a un electorado ávido de buenas acciones?, ¿o quizá la habilidad quiromántica de cobrar comisiones sin despertar sospechas? O puede que la virtud de contabilizar apuntes con jugo de patata, como instruía el libro de aprendiz de espía que custodiábamos celosamente en la infancia. Mientras lo averiguo, ellos siguen engordando sin parar acumulando los kilos en Suiza.

Buena vida es la del cerdo Quinín, cuyo giro insospechado le hizo desviarse hacia prados de abundancia sin límite. La próxima Navidad no voy a comer jamón, y no porque lo aconseje la OMS, sino porque cuando esté cortando finísimas lonchas de ese manjar, no podré quitarme de la cabeza al inocente propietario que no tuvo la suerte de estar en el juzgado pertinente.

Comeré pavo. Es más digestivo. En eso, los americanos son más prácticos. Indultan un pavo el día de Acción de Gracias. Me parece más discreto. Los pavos son más sigilosos y pasan desapercibidos. Sobre todo cuando han dejado el cargo de presidente.