Nadie se acordaría del Buen Samaritano si no hubiese tenido dinero, dijo en su día la revolucionaria Margaret Thatcher para situar en sus justas proporciones esa parábola de Jesucristo. Lo que daba al acaudalado benefactor de Samaria los medios para socorrer al menesteroso era precisamente su condición de rico. La misma que ahora permite a los multimillonarios americanos de la informática dedicar a obras de caridad la mayor parte de la fortuna adquirida con su talento.

Dos milenios después, el buen samaritano ­que ya es de California- se llama Mark Zuckerberg y ha ido bastante más lejos que su predecesor en la Biblia. Emocionado por el nacimiento de su primera hija, el inventor de Facebook acaba de anunciar que donará a causas filantrópicas el 99 por ciento de las acciones de su empresa. La cifra supone, a día de hoy, unos 42.300 millones de euros. Zuckerberg es, en realidad, uno de los tantos millonarios de Norteamérica que han decidido prescindir de la mayor parte de su fortuna para invertirla en mejorar las condiciones de vida de los desheredados de este planeta. Y ni siquiera el que más dinero pone en la hucha.

Antes que el treintañero dueño de Facebook, el mandamás de Microsoft, Bill Gates, había donado ya cerca de 30.000 millones de euros para programas de salud y desarrollo en los cinco continentes. Gates, el hombre más rico del mundo, se asoció además con el inversionista Warren Buffett -número tres en la lista de Forbes- para crear la Fundación Giving Pledge, a la que se han unido cuarenta multimillonarios estadounidenses. Todos ellos se comprometen a legar, en vida o a su defunción, más de la mitad de su patrimonio para obras de beneficencia. Y como en América se hace todo a lo grande, la suma ya desembolsada o comprometida asciende a nada menos que 125.000 millones de euros. Hay algo de revolucionario en esta actitud que lleva a Zuckerberg a desprenderse de casi toda su fortuna, del mismo modo que Buffet, más comedido, lega solo un 85 por ciento de su patrimonio a obras filantrópicas.

En cierta manera están impugnando la sagrada institución de la herencia, por más que no hayan llegado a los extremos del anarquista Mijail Bukanin. Aquel que, en el congreso de la Primera Internacional se las tuvo con Carlos Marx por defender precisamente la supresión de los derechos hereditarios. Tampoco es que estos generosos potentados vayan a dejar a su prole en la indigencia. Con los 423 millones del 1 por ciento que le queden a Zuckerberg, su hija, sus nietos y hasta sus bisnietos tendrán un buen pasar; y otro tanto ocurre en los casos de Gates, Buffet y demás filántropos norteamericanos. Les dejaré lo suficiente para que sientan que puedan hacer cualquier cosa, pero no tanto como para que no hagan nada, explicó por ejemplo Buffett para justificar su decisión. Los más desconfiados se malician que este arranque de generosidad no es tal, sino un simple método para aliviarse de impuestos mediante las fundaciones caritativas. No hay por qué llevar tan lejos la suspicacia. Simplemente, los millonarios de verdad podrían haber llegado a la conclusión de que, a partir de ciertas cantidades de ocho ceros, el dinero deja de ser un instrumento de compra para transformarse en un concepto metafísico. Y a diferencia del Tío Gilito, se conoce que no le encuentran especial sentido al acto de contar cada noche los billetes que nunca gastarán.