La vida está hecha de frases. Unas, la mayoría, las que usamos en buena parte de nuestras transacciones cotidianas, están vacías (insustanciales, inanes, tautológicas, ridículas, superficiales, obvias, sin música) y otras, sin embargo, despliegan una especie de sabiduría ancestral inagotable de la que podemos beneficiarnos si nos detenemos a pensarlas, saborearlas, usarlas, regalarlas o enarbolarlas como estandartes de lo que somos. Los aforismos, las greguerías, los refranes o los proverbios, que son como pastillas para la tos, nos aclaran la garganta y las ideas y así, gracias a ellos, sonamos más diáfanos, somos más inteligibles. Hay muchos libros que los recogen y algunos son de verdad antológicos, inolvidables, un catálogo deslumbrante de perlas de la imaginación sin barroquismos y de la filosofía sin aspavientos. Les recomiendo que hojeen los de Rafael Pérez Estrada (breverías denominaba él este género), Elías Canetti (un Premio Nobel perezosamente genial), Ramón Gómez de la Serna (un clásico) o Isabel Bono (malagueña con libro recién horneado, «Hielo seco», por la editorial Isla de Siltolá). Pero veamos mejor algunos ejemplos anónimos extraídos de distintas recopilaciones de proverbios.

«Más apaga buena palabra que caldera de agua». «Haceos miel y comeros han moscas». «Di mentira y sacarás verdad». «Dios me guarde del agua mansa que yo me guardaré del agua brava». «Si la piedra da en el cántaro se rompe el cántaro; si el cántaro da en la piedra se rompe el cántaro». «Cada cabello hace su sombra en el suelo». «La flecha que mató al águila fue hecha con sus plumas». «Las cosas se rompen a causa de su fragilidad; el hombre se rompe a causa de su fuerza». «Aunque sepas mil cosas, pídele consejo a aquel que sólo sabe una». «Una mula muerta no teme a los lobos».

Así podríamos seguir hasta el infinito porque refranes y proverbios como los de arriba hay miles en todas las culturas. Y además se suelen parecer mucho porque el acerbo del conocimiento de lo esencial es universal e intercambiable. Los localismos le dan cierto color y sabor al cuadro, pero lo que el cuadro describe o cuenta es lo mismo. El ser humano es sabio de nacimiento. Lo triste es que al crecer, al madurar, va perdiendo el contacto con este centro remoto y deshilachándose en las mil y una tonterías y banalidades de la existencia. Comparen, si no, esos dichos anteriores, todas elos hondos y entendibles como un trago de agua fresca y no contaminada, con la retahíla cansina que están desgranando nuestros políticos en campaña. Estos políticos que se ponen serios para lo intrascendente y se carcajean con hechos de lo serio, no saben salirse del guión encorsetado, de las frases hechas, de los topicazos sin trasfondo, de la nada que queda balbuciendo (y que no es mística, fruto de una revelación de lo alto, sino tísica, consecuencia de una enfermedad pulmonar), del error camuflado de objetividad, de la mentira táctica, del lema efectista de cartón-piedra, de las descalificaciones sin gracia ni respeto, etc.

Un político debería acudir más a estos reservorios de lucidez y sentido común popular que son los refraneros para afilar los lápices de sus discursos, para que sus mítines y sus promesas no se desinflen tan pronto como globos después de una fiesta, para que sintamos que están un poco más conectados con lo que somos y con nuestras necesidades. Para que el pueblo al que dicen aspirar a representar, y al que piden sus votos a gritos y el ceño fruncido, salga a relucir aunque sea un poco en sus palabras.