Perdonen que empiece estas letras hablando de mí. Es verdad que quienes escribimos, de alguna forma hablamos de nosotros mismos. Unos lo exageran más convirtiendo lo que escriben en un homenaje permanente a un ego siempre insatisfecho y voraz, pero el resto quizá no necesitemos tanta referencia ególatra. A mí mi padre jamás me puso una mano encima. Quiero decir que jamás me dio un zurriagazo, jamás me pegó. Mi padre ejercía una autoridad sutil que no necesitaba manifestarse con ningún tipo de evidencia -tortazo que te crió, castigos monumentales, reprimendas recurrentes-. No así mi madre, que nos corría por la calle con la zapatilla en la mano dando voces, y cuando nos pillaba nos llenaba de cardenales el brazo con sus pellizcos de monja viciosa. Cuántas veces lo hemos recordado en casa y cómo nos hemos reído, aunque mamá, amnésica de repente, dice no recordar nada de «esos inventos». Recuerdo un día en que mi hermano y yo, en la calle, nos peleábamos dándonos guantazos. Mi padre apareció al fondo de la cuesta. Se nos cortó el rollo. Al llegar a casa, con la mirada nos dijo que entráramos. No tuvo que decirme nada. Me apretó un poco el brazo y me dijo que fuera la última vez que viera a dos hermanos pelearse. Punto. Me meé. Qué va, mi padre era un bendito, no crean que le temíamos como se teme a esos padres oscuros, agresivos y distantes. Con él también recordamos con ternura aquellos días de infancia y primeras marcas, es decir, educación en los límites, teniendo al lado a alguien que te dice hasta aquí puedes llegar pero hasta allí no, el respeto al otro es ley y la bondad no es debilidad sino fortaleza. La semana pasada vimos al presidente del Gobierno ejercer de padre por encima del cargo. Es una escena de apenas 20 segundos, pero encierra toda una lección para la vida en un tiempo en que la educación de los críos pasa por momentos de extrema tontería.

Medicina baratísima

A los críos no se les puede regañar mucho porque se traumatizan, ni dar un cachete porque pillan una depresión que te cagas. No se les puede decir no porque se les corta su espíritu libre y castraríamos su futuro. Muy bien. Y entonces llega el presidente y a su hijo Juan Rajoy, de 10 años, le da unas collejas en un estudio de radio por decir en directo que los comentarios del periodista Manolo Lama a un videojuego eran no sólo mejorables sino basura. Esas imágenes recogen una escena que para mí se ha convertido en reveladora. Es de las pocas veces que he visto a Mariano Rajoy sincronizado consigo mismo. Es decir, que el que piensa es igual que el que actúa. Le salió el padre que es por encima del presidente que lo domina. Fueron dos segundos apenas, los justos que no pudo controlar, lo que va de su mano al cogote del hijo, lo que tarda una colleja en inclinar la cabeza del otro. Se ha dicho que es la primera vez que un Rajoy dice la verdad, refiriéndose a que el niño acertó en su análisis sobre los comentarios de Lama al videojuego. No sé ni de qué videojuego hablan, pero eso no me importa. Hago otra lectura del cogotazo. Ese niño, Juan Rajoy, de unos diez años, recibió el aplauso de los presentes en el estudio de radio y le rieron la gracia, que la tenía, porque el crío habló con naturalidad, alentado por el buen ambiente del momento, pero allí estaba el padre, que cortó en seco la gloria del pequeño impertinente. No sólo le dio las famosas collejas sino que por lo bajini, como se hacen estas cosas, le reprendió y le sugirió que pidiera disculpas. Perfecto. Ejemplar. Ese crío podría confundirse en el futuro creyendo que ser hijo del presidente es un carné que le permite hacer y decir lo que le venga en gana, donde le venga en gana, y cuando le venga en gana caiga quien caiga porque está protegido por su padre, el mandamás.

Las collejas del PP

Pero el presidente, insisto, actuó como padre. Seguro, salvo que se les tuerza el nene, Juan Rajoy no será uno de los energúmenos que saca Cuatro en Hermano mayor, ahora en manos del boxeador Jero Martínez. Todo un fracaso televisivo, otro más en una cadena que Nuria Roca dice no reconocer porque no es la que era. Cuando el hermano mayor era Pedro García Aguado el programa conseguía audiencias razonables. Con Jero Martínez no. Pero no es culpa del nuevo consejero. El programa no ha variado nada. Las primeras imágenes muestran al hijo. La voz del narrador lo presenta más o menos así. Es Jose. 18 años. Soberbio, conflictivo, rabioso, le gusta el dinero fácil, presume de cerrar negocios ganando mucho dinero en internet, su comportamiento está destruyendo a los que más quiere. Y ahí pasa a la acción. Vemos al menda golpear puertas con el puño hasta romperlas, destrozar el jarrón que la madre tiene en la mesa con sus flores de plástico, llamarla zorra porque sale con un hombre que no es su padre, del que se separó hace años, tirar la comida al suelo y destrozar el espejo del baño, retar al mundo con miradas asesinas. El esquema es siempre el mismo. Pasan imágenes de una agresividad insoportable. Te dan ganas de retorcerle el pescuezo. El nene de mofletes de azúcar y sonrisa sanadora se ha convertido en un violento hijo, en un dictador desmedido, en un tipo que da miedo, y asco, en un perfecto gilipollas. Luego vienen los tratamientos de choque para encauzar su agresividad, y al final, cuando es consciente del daño que ha hecho, le pasan imágenes de sus escenas más salvajes. Besos, abrazos, lágrimas, y un imbécil arrepentido. Como programa, Hermano mayor cansa ya. Aunque sigue dejando claro que una colleja a tiempo, un no, evitaría la proliferación de niñatos malcriados y crueles. Rajoy puede castigar a su hijo para enderezarlo. Lo malo es que ha confundido a los ciudadanos con sus nenes. Y desde que llegó no ha dejado de darnos guantazos, recortarnos lo conseguido, culparnos de tarambanas por dilapidar la bolsa, y salir corriendo si le pedimos explicaciones. Eso sí, el arrogado padre castiga a la mayoría de sus hijos y premia a sus preferidos. Y eso no está bien, papi. Con amor te lo digo.

La guindaLo de Piqueras

Esto es un vasco que entra en un bar y se encuentra a un amigo. Oye, Iñaki, me he enterado de que te has comprado un Seiscientos. La hostia, ¿cómo lo sabes? Me lo compré hace dos meses. Porque lo llevas de mochila. Hostia, que se me ha olvidado quitarme el cinturón. Fin del chiste. Lo cuenta Dani Rovira. No en El hormiguero sino en lo que sea que haga Pedro Piqueras que llama informativos. Qué nos quedará por ver.