Bélgica estuvo sin gobierno un año y medio. Sus servicios públicos funcionaron. Ni la libertad ni la seguridad ciudadanas se resintieron. Incluso los datos económicos prosperaron durante esos dieciocho meses, con sensibles mejoras en renta per cápita o en disminución del desempleo. No sabemos qué hubiera sucedido de prolongarse más tiempo esa situación, pero no parece descartable que todo siguiera al mismo ritmo sostenido de progreso que garantiza un marco institucional y legal sólido y sensato.

Uno de los grandes éxitos contemporáneos ha sido precisamente ese, el de conseguir un contexto en el que siempre sea propicio el avance. La Unión Europea, como muestra, ha sabido con los años cimentar un entorno de normas y principios a partir de los cuales pueda desarrollarse con plenitud cada europeo. Como recientemente se ha visto en el caso de Grecia, las alternativas al margen de ese escenario comunitario existen, pero requieren antes valorar si precipitarse o no al vacío.

Siendo así las cosas, extraña que las contiendas electorales continúen polarizando tanto la información. Y que sus protagonistas insistan en adoptar actitudes tan poco honestas. Cualquier opción en liza conoce que el sistema del que nos hemos dotado cuenta con plena capacidad para ahormar sus propuestas, sean del orden que sean, porque así se ha considerado en el ámbito interno y externo como lo más acertado tras décadas de experiencias y análisis de especialistas. Por eso, sorprende el pavor que alguien puede padecer ante el triunfo de tirios y troyanos, toda vez que los asuntos esenciales están en gran medida a buen recaudo, venturosamente.

Acaso por estas razones, el ámbito de la disputa política ha quedado paulatinamente reducido a la retransmisión televisiva de los candidatos jugando al futbolín, paseando en globo, haciendo la cena o charlando tomándose unas tapas, en especial sin corbata.

El camino al que conduce todo eso tiene un nombre: intrascendencia. Y, tratándose de algo tan importante para una democracia, eso no puede tener nada de bueno. La deriva actual de los procesos electorales hacia esos terrenos de la banalidad constituye algo peligroso, por más que, como se ha dicho, la sociedad tenga propios mecanismos de supervivencia y funcionamiento que le permiten seguir adelante.

Estamos a tiempo, pues, de que la campaña se desenvuelva con la sensatez y cordura que nos permita elegir a quienes no estorbarán demasiado de salir elegidos, bailen o hagan gimnasia.

*Javier Junceda es decano de la Facultad de Derecho de la UIC de Barcelona