El adagio de que el periodismo funciona cuando los periodistas se dedican a contar «los resultados de un juego, un vuelo trasatlántico o la muerte de un monarca» ha trascendido del propio pensamiento de Walter Lippman. Si, además de todo ello, los hechos se rodean de detalles relevantes e interesantes para los lectores, las historias diarias de papel se convierten en un triunfo. La narración periodística debe tener un propósito: proporcionar al ciudadano la información que necesita para comprender el mundo. Sin embargo, el relato se enrevesa si se extiende a una forma de hacer política, a los comportamientos en la esfera social, a una visión desorbitada de lo que ocurre, a la adivinación o a la anticipación desorientada de cualquier otro asunto. Allí donde la respuesta no tiene por qué ser exacta, sino algo sutil, y la información equilibrada, el periodismo puede ocasionar trastornos, malinterpretaciones e incluso tergiversaciones, mantenía Lippman. A veces, la injerencia de los poderes ayuda a fomentar ese desequilibrio, en otras creer que el poder interfiere de manera constante y generalizada, cuando no es así, en la misión de los periódicos, contribuye a torcer definitivamente la realidad.

No hace mucho todavía el «New York Times», con un rigor únicamente atribuible a su desconocimiento del suelo que pisa en España, informó algo atolondradamente de la censura que el poder político y el financiero ejercen sobre los periódicos de este país. Su corresponsal Raphael Minder se basaba, para lanzar su acusación contra la generalidad de los medios, exclusivamente en el caso de una de las cabeceras nacionales (El País), en las protestas del comité profesional de RTVE sobre el tratamiento del escándalo «Gürtel», y citaba, de paso, la salida de Pedro J. Ramírez de «El Mundo», presuntamente por la presión de Mariano Rajoy como jefe del Gobierno. En relación al primero eran unas informaciones supuestamente omitidas sobre Qatar y Telefónica, en cuanto al último despuntaba, por encima de la investigación en torno a Bárcenas y sus repercusiones, la nueva etapa digital emprendida por el exdirector del rotativo madrileño.

Minder podría haber apuntado de manera mucho más certera y elegido, puesto que el asunto está de plena actualidad, el ejemplo de Cataluña para ilustrar la mordaza del poder sobre la prensa, ejercida por la Generalitat y traducida en subvenciones en las tiradas. Para ilustrarlo hubiera contado con la demostración reiterada de apoyo a la ficción separatista de algunos de los medios catalanes.

Pero no. El «New York Times» se conformó con sustentar su denuncia de la mordaza de los periódicos españoles en las necesidades que éstos tienen de financiarse después de haberse visto obligados a poner en la calle a 11.000 periodistas a causa de la crisis. Hay que admitir que «The Gray Lady» sabe de estas cosas: hace un año todavía, anunciaba el despido de otros cien miembros de su redacción «para poder invertir en el futuro digital» y como consecuencia de un descenso de los ingresos. Igual que conocen las complicadas relaciones con el poder, e incluso los casos concretos de sujeción a él, los cinco interlocutores que Minder utiliza para reforzar la veracidad de su información publicada en el «New York Times». La mayoría de ellos formó parte recientemente del staff de periódicos nacionales señalados por algún tipo de connivencia política o financiera y, sin embargo, nunca entonces se decidió a denunciar de la censura o la mordaza. Otro se ha convertido en la víctima de este asunto por comentar que el periódico donde firmaba columnas ya no es lo que era. Fue despedido, lo que ha permitido una inyección de propaganda a la denuncia.

Las injerencias de los poderes en los medios de comunicación, no sólo los periódicos, existen en todo el mundo en mayor y menor medida desde mucho antes de la crisis. Incluso primero que el propio Lippman insistiese en lo complicadas que resultan las relaciones entre los políticos, los editores y los periodistas. El problema del «New York Times», una cabecera de referencia y prestigio, es creer que esto está sucediendo novedosamente a raíz de la depresión económica y de manera particular y generalizada en España, basándose en cuatro opiniones, unos datos no suficientemente relevantes ni contrastados, y la creencia de que, además de los despidos, los periódicos de este país sienten una necesidad perentoria y castiza de subordinarse para salir adelante en tiempos de reconversión. Se trata, por resumirlo, de una caricatura que no responde a la realidad, producto de la malinterpretación interesada y del peculiar excepcionalismo español que tanta fama cosecha en parte de la prensa extranjera. No sólo cuando se trata de periódicos.