Los conceptos clave de la parafernalia soviética fueron imperio, poder y patriotismo, por lo que cabría pensar que la URSS, a fin de cuentas, actuó en consonancia con la lógica de la Rusia de los zares. Hablo de psicología política, por supuesto. El comunismo y el odio a los capitalistas formaban parte de la narrativa nacional pero de una forma secundaria, tal vez como una capa de superioridad moral que no penetraba en el corazón de la ideología soviética. Hay datos que lo corroboran: el 70% de la capacidad industrial del país, por ejemplo, se dedicaba a la fabricación de armamento y no a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Cualquier sacrificio resultaba pequeño si se pensaba en la victoria final, el viejo sueño de las utopías. La gente vivía de espaldas a la realidad, alimentada por un sueño de grandeza militar. Los coros populares repetían que los rusos estaban hechos para la guerra, que eran excelentes soldados; que la URSS había derrotado a Alemania en la II Guerra Mundial y que mantenía fronteras con medio planeta. El orgullo funcionaba así como una herramienta patriótica de gran efectividad. En el nuevo país, un hombre de la calle podía llegar a mariscal del ejército o a secretario general del partido comunista. La aristocracia había sido sustituida por los antiguos siervos. Gagarin y los primeros cosmonautas lograron adelantarse a los americanos.

Svetlana Aleksiévich, reciente premio Nobel de Literatura, lo explica en El fin del Homo sovieticus, de inminente publicación en la editorial Acantilado, y del que contamos ya con una magnífica traducción al catalán de Marta Rebón: Temps de segona mà. La fi de l’home roig (Raig Verd Editorial). Se trata de un libro extraordinario, minucioso, compuesto por miles de entrevistas, atento a la épica y a la tragedia de los pueblos y de los ciudadanos. El homo sovieticus era el hombre de la calle, adoctrinado en los dogmas de la URSS y que creía, con más o menos fervor, en las promesas del Kremlin. El comunismo no les había concedido riqueza, pero sí una especie de sentido del orgullo, de la dignidad. Leían a Chéjov y a Tolstói en lugar de embrutecerse con la pornografía o el consumismo. Sospechaban unos de otros pero confiaban en sus líderes, aunque los criticasen en la intimidad de sus hogares. Cuando llegó Gorbachov, el homo sovieticus lo vio, de entrada, con simpatía. El «socialismo de rostro humano» consistía en cambiar el aceite del coche, pasarlo por chapistería y poco más. Aleksiévich dibuja con precisión milimétrica el hundimiento posterior. Cuando Yeltsin se enfrentó a los tanques durante el golpe de Estado de 1991, las multitudes que le apoyaban defendían menos la democracia que una actualización del régimen. Se sintieron traicionados por Gorbachov y por las elites del partido. La intrahistoria del ciudadano corriente es la de un doctor en Literatura que termina trabajando como guardaespaldas en un prostíbulo, la de la gente arruinada en cuestión de meses, la de la derrota política, moral y humana.

«No era esto -repiten los entrevistados a lo largo del libro-, no era esto». Del orgullo de pertenecer a la URSS se pasó a un país arrasado por la rapiña, humillado hasta lo más hondo. La lección del libro de Aleksiévich apunta, sin embargo, en múltiples direcciones. No sólo apela al homo sovieticus, sino al ciudadano ingenuo que desconoce la traición de la utopía, el engaño de las soluciones fáciles. Y me temo que se trata de una realidad universal, inherente a la condición humana. Las grandes promesas, por desgracia, alumbran los grandes fracasos.