La belleza del filme El puente de los espías, de Steven Spielberg, no está tanto en la historia como en la recuperación de la atmósfera de un tiempo raro y bastante olvidado, el de la Guerra Fría, cuando todo se relativizaba bajo el miedo a un holocausto nuclear, unos años que han quedado opacos en la memoria, en la que tienen entidad sobre todo como vacío, como tiempo congelado, como penumbra. A la salida de aquel túnel de miedo colectivo represado, metido en los días y en las horas, pautado por los estallidos de las pruebas atómicas con las que cada imperio trataba de cebar el pánico del otro, están los años 60, un estallido de entusiasmo y ganas de vivir que al final fue sobre todo un ¡uuufff! universal al ver alejarse la guerra total y regresar las guerras manejables y de tamaño humano. Como somos hijos de aquel miedo atómico, está bien que ahora los nietos tengan un testimonio.