Aunque no lo parezca, pasar a la posteridad es sencillo. Hay mil y una formas de quedar grabado en la memoria colectiva o en la de un solo ser, dejando un recuerdo o una marca tan fuerte que ni 500 noches ni el mejor tequila pueden borrar. La silueta de las posaderas en el sillón de un despacho desde el que dirigir un país o una ciudad cuatro, ocho o los veintitantos años que se encarten. Las huellas digitales impresas en un arma que ha acabado con la vida de inocentes que jamás van a pisar países lejanos y a los que nada les molesta que quienes le clavan los codos en un concierto un viernes por la noche sean católicos, musulmanes o del París Saint Germain. O esas cicatrices invisibles en el alma que dejan año y medio de risas, sábanas revueltas, miraditas, llamadas de dos palabras a medianoche y alguna lágrima y que, por más que el cardiólogo las busque sin éxito en el corazón, tienen forma de A, de M o de C.

Nombres y apellidos, números de teléfono o legislaturas que se recuerdan, con un mal gesto o con una sonrisa. Ninguno de ellos es comparable a quien pasa a la historia desde el anonimato. El gesto más simple, desenfadado, los consagra y los une por siempre al lugar donde, sin ellos saberlo, pasarían a la posteridad. Tan sencillo como dar un trago largo a un refresco o una cerveza mientras se recorre un agreste paisaje, patrimonio natural de allá donde se encuentre, para después lanzar un gancho con la diestra a través de la ventana intentando acertar a un lagarto o a un caminante en toda la cabeza para recordarle que, «ey, yo estuve aquí». Los fumadores lo tienen más fácil, y también tienen más competencia, por lo que no son necesarios alardes. No hay lugar exclusivo ni amenaza de multa que valga para frenar ese tremendo deseo de marcar e impregnar con ceniza, nicotina y ninguna educación la playa más paradisíaca del país, las milenarias columnas que levantan un tesoro, el parque donde juegan sus hijos o el portal del vecino. No tienen nombre y apellidos, pero pueden quedar tranquilos que los guardo a todos en el mismo rincón de mi memoria a otros grandes que hicieron historia. Y sin distinciones. Los odio a todos por igual.