Han pasado seis días desde el debate de la sexta y todavía colea en las tertulias. Tuvo más de nueve millones de espectadores, una cifra que habla de la necesidad que hay de ver a los políticos confrontando sus ideas cara a cara. Sobre todo a estos, que son casi todos nuevos.

Dejando aparte el feo de Rajoy mirando desde Doñana cómo su vicepresidenta le sustituía, un insulto a los ciudadanos y a la democracia y un acto de inusitada cobardía, repasemos algunas cosas de las que allí se vieron.

Vimos a Soraya Sáenz de Santamaría manejando las cifras como un malabarista las pelotas o las mazas, y cómo se le caían demasiadas veces como para ilusionar a nadie, y cómo las recogía sonriendo malévola y las volvía a lanzar al aire a ver si ahora sí, y cómo, una vez que se dio cuenta de que ese no era su juego, mejoró de manera considerable cuando recordó que era la única mujer del debate y que eso había que explotarlo mediáticamente. Vimos a Pedro Sánchez componiendo caras como para una sesión de fotos electorales y moviéndose adelante y atrás como si hubiera una rayuela pintada en el suelo y él buscara el cielo a la desesperada, y cómo se había aprendido unas frases de memoria tan bien (gravadas a fuego en su cabeza) que apenas tenía fuelle para vocalizar con coherencia cualesquiera otras que acudieran a su boca, y cómo eso le iba cabreando a fuego lento sin atreverse a mostrarlo por miedo a parecer intolerante consigo mismo o vacío de ideas o un niño al que le hubieran obligado a acostarse sin poder ver el final de una película de dibujos animados. Vimos a Albert Rivera liando cigarrillos en el aire y cómo se le iban cayendo uno detrás de otro, y cómo eso le desconcentraba y hacía que sus palabras parecieran humo (tanta necesidad tenía de una calada él que, si no me equivoco, en realidad no fuma), y cómo cuando por fin engarzaba un par de silogismos se paraba a extasiarse con ellos tanto que se quedaban tristemente desconectados de lo demás, y cómo, de no haber sido tan caballeroso, le hubiera puesto una zancadilla a la vicepresidenta y otra al candidato del PSOE para que se cayeran de bruces antes de alcanzar la meta. Y vimos a Pablo Iglesias pidiendo turno con un boli bic en la mano como si siguiera siendo estudiante de instituto, y firme sobre sus pies porque a él no le temblaba el plató como a los otros sino que se sentía como si estuviera en el salón de su casa viendo malas películas con una pizza en la mano, y cómo lograba que los demás se pusieran más nerviosos pidiéndoles que no se pusieran nerviosos, y cómo consiguió transmitir ganas de sexo mientras los otros se enredaban en retóricas amorosas trasnochadas.

Visto todo lo cual, y después de más de dos horas de debate, a uno le quedó la sensación de que la función había sido pobre. Cualquier serie de tercera vale más que eso. Cualquier reality entretiene más que eso. Cualquier anuncio emociona más que eso (y vende más que eso). Cualquier artículo de periódico informa más que eso. El único que hubiera merecido el precio de una entrada fue, me parece, Pablo Iglesias, que estuvo serio y desenfadado a partes iguales y que defendió bien su territorio mientras reclamaba parcelas ajenas sin sacar el revólver o la escoba o el disfraz de fantasma. A ver si eso le sirve para remontar.