En la época de la dictadura, el Gobierno hablaba de «desafectos al régimen» para referirse a los opositores a Franco. Mucho después, ya durante los años del segundo tripartito, con José Montilla presidiendo la Generalitat catalana, se empezó a usar el término «desafección» para subrayar el creciente distanciamiento entre una parte de la sociedad catalana y el resto de España. Fueron los años del apogeo de Zapatero, los recursos al Constitucional y la recogida de firmas en contra del nuevo Estatuto de Cataluña. «Desafección» fue un concepto polisémico -a la vez una amenaza y una llamada de atención- que acabó desembocando en el desapego -moral y sentimental- y en la voluntad de desconexión política e institucional. Pero ambos conceptos nos hablan de unos estados de ánimo que afectan a buena parte de la ciudadanía europea. Por un lado, la indiferencia hacia las élites dirigentes y, por otro, la repolitización de la ciudadanía a través de nuevos movimientos diferentes a los partidos tradicionales.

Se ha escrito mucho acerca de si en España se vive la época más politizada desde la transición y seguramente es así. Se trata de un movimiento pendular después de años y años de abulia y desinterés ciudadanos. La crisis y la corrupción fueron la espoleta de la reconexión; eso y la creciente percepción del empobrecimiento de la clase media. Más que compromiso, la política exige atención y contabilidad, exigencia y control. La solidez de la sociedad civil actúa como un buen indicador de la salud de un país, sobre todo si ésa efectivamente trabaja y se financia por vías no estatales. La buena prensa -valiente, informada, analítica- refuerza la calidad democrática y, en muchos aspectos, la precede incluso. Una sociedad sin interés por la política acelera los procesos de descomposición y termina asentándose en el cinismo y en un sálvase quien pueda de consecuencias nefastas. El desapego abona la deriva de la democracia en un régimen de corte populista. Es cuestión de tiempo.

En este sentido, hay que agradecer la aparición de nuevos partidos en España. Tanto Podemos como Ciudadanos hacen de Pepito Grillo ante los evidentes errores de nuestra democracia. Les favorece la ausencia de pasado y la retórica fácil del que no tiene nada que justificar. A pesar de que muchas de sus propuestas son disparatadas y de imposible articulación en el contexto de la economía global, Podemos reivindica con acierto la necesidad de recuperar la conciencia de clase en la política, con lo que ello supone de inclusión de los segmentos más desfavorecidos de la población. Ciudadanos, por su parte, plantea importantes reformas económicas que, de aplicarse, romperían con algunas tendencias perniciosas de nuestro país. Pienso, por ejemplo, en la dualidad del mercado de trabajo, en la excesiva protección a los colegios profesionales o a determinados oligopolios. Podemos y Ciudadanos tienen una función que cumplir. Y lo están haciendo.

Sin embargo, una vez pasadas las elecciones, a los cuatro partidos principales no les quedará otro remedio que recuperar el sentido de lo posible. Habrá que impulsar reformas, pero no caer en maximalismos. Habrá que pactar alianzas, pero no imponer líneas difíciles de asumir. Se podrán modificar los presupuestos, las leyes y las instituciones, pero no hasta el punto de romper con el modelo europeo. Podemos deberá pactar con la realidad, como hizo Syriza en su momento. Ciudadanos calibrará la dificultad de llevar a cabo su programa. El PP y el PSOE deberán asumir el hartazgo de buena parte de los votantes con las viejas formas de hacer política. El domingo se decidirá el signo de una legislatura previsiblemente corta, aunque rica en cambios y muy politizada.