Tres años y pico y una hostia después, Mariano Rajoy consigue salvarse a tiempo de la trituradora en la que se ha preocupado de meter al país y hasta a sí mismo. Por más que se hable, y con razón, de la caída del bipartidismo, el presidente ha logrado demostrar dos cuestiones tan marcianas como capitales en la aritmética política: que el PP en España nunca baja de los 7 millones de votos y que vivimos en un lugar en el que la inacción, e, incluso, el esperpento cobija. En lugar de gobernar, Rajoy se ha dedicado todo este trienio a esconderse con Bertín en el fondo de la mesa camilla, pero con tanta campechanía que ni siquiera la corrupción orgánica y la sangría de derechos ha logrado dejarle solo: más que un cadáver es un espectro, aunque con una veta incorpórea que hace que pierda peso hasta en su manera de diluirse. España es un país en el que políticamente pasan cosas, el PP sale siempre vivo y Susana Díaz celebra frente al espejo pese a que no haya nada que celebrar; como Ronaldo marcando al arco iris y en la ducha. Al PP le ha salido mucho menos cara la legislatura de lo que se podría esperar, pero su victoria es más de supervivencia y matemática ramplonería. Si ya era difícil hablar de legitimidad con una mayoría absoluta amparada en apenas el 40 por ciento de los votos de un país con grandes bolsas de abstención, más lo es aún sujetarse con tantos agujeros y sobre una lona tan fina.

El fin del bipartidismo es también el fin de la soberbia y del lenguaje enarcado en el miedo. Desahuciado por su propia política y su flaccidez de telegenia, el PSOE y el PP se lo jugaban todo, y respectivamente, a la carta de la invisibilidad y el temor a lo nuevo. Pero lo nuevo ya llegó y con ganas de evidencia lo inevitable: que tras los dos grandes partidos no llega el apocalipsisis y que la existencia y las vacas sagradas son, incluso, en España bastante relativas. Si los populares seguirán en la brega con la identificación visceral de sus siete millones de votantes, los socialistas harían mal en pensar lo mismo. La salud de ambos es endeble, pero quizá sea todavía más el PSOE el que se enfrenta al abismo de una futura defunción. Su votante es mucho menos inmovilista que el que a la postre inviste siempre al PP. Y el tropiezo final de Ciudadanos, más allá de las torpezas de Rivera, así lo acredita. Quizá los próximos cuatro años sí sean en esto verdaderamente decisivos.