Se veía venir. Los resultados electorales del 20 de diciembre han puesto encima de la mesa, de nuevo, la posibilidad de reforma de nuestra ley electoral. Hay partidos políticos que no han traducido en escaños varios cientos de miles de votos. Y hay otras formaciones que llegan al Congreso de los Diputados con mucho menos respaldo electoral. La cuestión es importante. Ya en verano el profesor Presno Linera publicaba un artículo en la Revista Española de Derecho constitucional alertando sobre un sistema electoral que articula formaciones muy disciplinadas, reduce el número de opciones que consiguen escaño, beneficia en términos electorales y económicos a las candidaturas que obtienen mejores resultados y aumenta la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias de partidos mayoritarios. Y el mismo sábado dedicado a la reflexión Jorge Urdánoz publicaba en El País un sentido artículo en defensa del «voto igual», llamando la atención sobre esta misma asimetría.

Para abrir el debate es importante no hacerse trampas a uno mismo. Desde 2008 Izquierda Unida viene defendiendo una reforma que amplíe el tamaño del Congreso desde los 350 escaños actuales hasta los 400, lo que conseguiría un aumento significativo de la proporcionalidad en la representación de los votos. Esos escaños de más irían precisamente a las provincias con más población, donde es más «caro» conseguir un escaño. El propio Consejo de Estado valoró una propuesta idéntica en 2009. La desaparecida UPyD lo propuso en 2011 y Ciudadanos lo ha incluido en su programa electoral en 2015. Lo malo es que si se contamina el debate y toda la representación política se convierte en una casta privilegiada que «no nos representa», una reforma sensata acaba siendo una patata caliente para cualquiera que la proponga, y esto incluye a formaciones tan poco sospechosas como Izquierda Unida, principal damnificada por el sistema actual.

Otro paso necesario consiste en leer con sano interés algunas cuestiones básicas sobre sistemas electorales y sus consecuencias. Es recomendable el manual de reciente publicación en España del prestigioso politólogo alemán Dieter Nohlen (Gramática de los sistemas electorales. Una introducción a la ingeniería de la representación). A los sistemas electorales hay que valorarlos en función de cinco criterios básicos (representación; concentración y efectividad; participación; simplicidad y legitimidad) y además hay que diseñarlos en consonancia con la propia cultura política del país o territorio del que se trate. Si se apuesta por la gobernabilidad -como se hizo en la España de la Transición- se tenderá a favorecer un sistema que facilite la consecución de mayorías suficientes para formar gobierno. Si se prefieren los contrapesos y existe una cultura de diálogo, entonces se optará por la dispersión y la presencia de las minorías.

En este sentido, para comparar sistemas electorales hay que partir de una base común: qué se espera de ellos. A más opciones, más democracia, más participación y menos gobernabilidad. Pero volvemos a recordar que no es conveniente hacerse trampas en el solitario: en estas elecciones, con al menos cinco formaciones políticas muy competitivas, la abstención ha vuelto a ser la opción elegida por casi nueve millones de posibles votantes. Muchos de ellos han sido abstencionistas involuntarios, por haber emigrado o por las dificultades para votar por correo. Pero la mayoría de esos nueve millones de españoles ha decidido no ejercer su derecho al voto, en un contexto de enorme importancia para el futuro de su país y de sus propios intereses personales. El sistema vigente ha favorecido el cambio, pero la sociedad no ha respondido a la llamada a la implicación.

La última reflexión tiene que ver con la imagen pública y publicada que tienen el diálogo y el consenso. Una cierta forma de ver la política se ha basado en la destrucción de puentes, en la demonización del consenso político, económico y social que permitió la Transición. Craso error. Daniel Innerarity nos recuerda (La política en tiempos de indignación) que no hay nada más conservador y reaccionario que el desacuerdo, y que es precisamente la cesión -y el diálogo- lo que permite desbloquear asuntos importantes y avanzar en términos políticos e institucionales. Demasiado periodismo irresponsable no duda en acusar de «blando» a quien tiene predisposición al pacto y al acuerdo. Ojalá que llegue una cierta madurez a todos los actores implicados en desbloquear la situación actual. De lo contrario, como decía Sánchez Ferlosio, sólo vendrán más años malos que nos harán más ciegos.