¿Es necesario un Karl Kraus para salvar al mundo del naufragio cultural? Jonathan Franzen hace tiempo que piensa que sí, por eso recurre al cáustico escritor y periodista vienés como punta de lanza en sus batallas con la indigencia ágrafa en las redes sociales. Kraus publicó durante 37 años Die Fackel (La Antorcha), una revista que combatió la degradación de la sociedad y la prensa austriacas. Los textos de The Klaus Projet, traducidos al inglés por Franzen, sitúan con las notas del autor de Libertad a Kraus en el contexto ácido que tanto le caracterizó y determinó la literatura centroeuropea de finales y principios del siglo pasado.

¿Cómo era Kraus? Josep Casals se refiere a él como un «ángel guardián», no sólo como un «ángel de la muerte». «Él hace con cada vieja palabra (altes Wort) lo mismo que Noé hizo con cada especie animal: intentar salvarla del diluvio por fidelidad al libro de creación. Por fidelidad a un origen esencial en virtud del cual concuerdan naturaleza y lenguaje», escribió en Afinidades Vienesas.

Kraus fue el terror, azote de la coma mal puesta, pesadilla de la observación sentimental o estúpida, campeón de la pureza lingüística y el rigor artístico, destructor de reputaciones, instigador de pleitos y renegado de sus amigos. En aquella especie de invernadero ilustrado que era la Viena fin de siecle, se convirtió en el juez Roy Bean, chisme y horca. Con el instinto de un depredador, practicaba la caza mayor con las imbecilidades que se publicaban. La suya era la única palabra en cuestiones relacionadas con el gusto estético hasta el punto de condicionar a sus acólitos, como es el caso de Elias Canetti, que se negaba a confesar la admiración que tenía por Heinrich Heine, al tratarse de una de las figuras desaprobadas por el gran inquisidor de la cultura austriaca.

Franzen profesa un mayor recelo por Twitter que por los enemigos de la lengua, aunque se trate de casos íntimamente relacionados y probablemente de lo mismo, pero el parentesco con Kraus existe desde que se introdujo en su obra durante una clase de alemán en la universidad. Después de graduarse, intentó la traducción de algunos de sus ensayos más importantes y acabó rindiéndose por la prosa endiabladamente difícil del editor de La Antorcha. Pero mantendría a Kraus como una fuente de inspiración duradera por su fervor moral y por el grosor de los nudos de su escritura de denuncia, que en conjunto han proporcionado a Franzen la inoculación contra la banalidad del compromiso social de hoy. Treinta años después, el novelista americano devolvió el favor con una traducción de tres estudios claves del austriaco bajo el título The Kraus Projet. El viejo y el nuevo malhumorado juntos a través del abismo de un siglo zarandeando al enemigo de siempre. Un masaje cultural profundo mientras se escupe desde arriba.

Los ensayos sobre Johann Nestroy -el cantante de ópera y dramaturgo conocido como el Shakespeare austriaco- y la posteridad, o el de Heine y sus consecuencias, son grandes declaraciones contrapuestas en la crítica ejercida por Kraus que disparaba a todo lo que se movía. Y sirven, además, para expresar su descontento más amplio con la cultura que le rodeaba, arremetiendo contra todo, desde la trivialización culpa del folletín de aquellos años, la deshumanización de la tecnología y las falsas promesas de progreso e Ilustración. Kraus hubiera sido, de existir en nuestros días, Jonathan Franzen. En el caso de que no se hubiera deprimido antes.