Al hablar, pensar o leer sobre cambio climático, lo primero que pienso es como sería la ciudad donde vivo y como lo combatiríamos. Imagino una ciudad con muchos árboles y jardines. Una ciudad que utiliza el agua para crear sensación de frescor mediante la instalación de una fuente en cada rincón que nos ponga en contacto visual con ella y nos permita escuchar su murmullo. Imagino una ciudad en la que el agua no es fuente de desigualdad y se utiliza eficientemente. Imagino una ciudad pensada para las personas, una ciudad lenta, movida por energías limpias, que nos permite disfrutar más de la vida, una ciudad fraterna con su gente y con su entorno, en la que sus habitantes aprecian la inexistencia de grandes desigualdades entre ellos. Imagino en una ciudad que aprecia sus costumbres y en el modo alegre y no protocolario de vivir: playa, pescaditos fritos, paellas, gozo del entorno.

Pero el cambio climático está mutando nuestro entorno y al afectar a toda la humanidad ha derrumbado el significado de las nociones políticas que teníamos hasta ahora. La igualdad tras su irrupción no tiene ya el mismo significado que antes, pues éste se ha convertido en una nueva causa de desigualdad: en el acceso al aire, agua y tierra limpia, en el acceso a los servicios ambientales que gratuitamente nos proporciona el planeta y que los seres humanos no hemos valorado. El significado de la igualdad entonces tiene que ser reconstruido desde la realidad del cambio climático, desde el reconocimiento de la finitud del planeta y desde la problemática del acceso a los recursos y a los servicios ambientales, para que el ideal que cada uno tenemos en mente no se convierta en una utopía.

El cambio climático está originando desigualdades y discriminaciones ambientales que antes no existían, exacerba la desigualdad económica y genera mayor desigualdad política. Piense lector como sería su ciudad con un clima cada vez más extremo: con temperaturas en aumento, sequías más frecuentes y prolongadas, enfermedades tropicales y sucesos meteorológicos extremos tal vez. Piense si estas incidencias van a afectar de igual manera a todos sus vecinos. Piense en las desigualdades que están surgiendo en otros lugares debido al acceso al agua que aunque es un bien finito y escaso en muchos lugares, el consumo de agua globalmente se duplica cada 20 años sin que exista ningún sustituto y sin que ésta pueda ser fabricada. Piense en el acceso a los alimentos y que su producción mundial cada vez será más imprevisible y con periodos de escasez más frecuentes. Piense que estas dificultades serán causa de un aumento de las migraciones y caldo de brotes xenófobos en nuestras ciudades.

Tenemos que trazar una línea y decir basta. No podemos admitir que el agua sea un boyante negocio que mueve más de 300.000 millones de dólares, que ha dado más beneficios en los últimos diez años que el petróleo y el gas. Ejemplo de este negocio en España ha sido la masiva privatización de los servicios de suministro de agua municipales. No podemos admitir que estados y empresas estén acaparando millones de hectáreas de tierra en África y Latinoamérica para asegurarse reservas de agua para sus nacionales, a la vez que generan problemas en esos países como: pérdida de soberanía alimentaria, pérdida de semillas autóctonas, contaminación de la tierra y el agua por la utilización masiva de pesticidas y fertilizantes o la utilización de los bosques para ampliar mercados de carbono y así seguir contaminando y jugando con las emisiones de carbono mediante la compra de derechos. No podemos admitir que la empresa Monsanto pretenda hacer negocio vendiendo información meteorológica a los agricultores en un mundo de emergencia climática. Es inadmisible.

Nuestra prioridad, por tanto, debe ser la exigencia de justicia climática, la cual se traduce en la necesidad de realizar una transición energética hacia una sociedad baja en emisiones de CO2, cuya disponibilidad energética es la proporcionada por energías renovables. Pero priorizar el cambio climático y los asuntos ambientales no quiere decir descuidar los sociales, significa que para resolver estos últimos habrá que hacerlo sin ignorar las cuestiones ambientales, a la luz de sus exigencias. Esto lo dice el Acuerdo de París sobre Cambio Climático en su Preámbulo, cuando reconoce que al adoptar las medidas para hacer frente al cambio climático habrá que respetar, promover y tener en cuenta los derechos humanos, la reconversión justa de la fuerza laboral, la creación de empleos dignos y trabajos de calidad, el derecho a la salud, los derechos de los pueblos indígenas, las comunidades locales, los migrantes, los niños, las personas con discapacidad, las personas en situaciones vulnerables, el derecho al desarrollo, la igualdad de género, el empoderamiento de la mujer y la equidad intergeneracional. Pensar en derechos sociales, políticos y civiles sin más, ya no es posible ni viable. Los derechos ambientales son, por obra del cambio climático, el marco dentro del cual se tienen que desenvolver los demás derechos y expresión de lo que se puede llamar democracia ambiental. Hasta el próximo miércoles.