En Madrid se ha armado un gran revuelo porque en varios de sus distritos serán mujeres las que se van a disfrazar de Reinas Magas en la próxima cabalgata de reyes. Entre los detractores unos alegan tradiciones cristianas pisoteadas (y una persecución general al cristianismo y sus valores por parte de la izquierda radical) y otros se parapetan detrás de los niños, a los cuales, alegan, se les estará robando una ilusión, un cuento, un misterio, algo esencial sin lo cual crecerán mustios, escépticos y romos de corazón. Tirando de ironía, se preguntan, desafiantes, que qué pasaría si también hiciera una mujer de niño Jesús (llamándose, entonces, Jesusa) o si María fuera varón y José su mujer, etc. Extremando esa ironía podríamos cambiarle el sexo a los protagonistas de la Biblia para que Herodes, Salomón, Isaac, Josué o Pablo de Tarso fueran mujeres y para que Sara, Ana o Susana fueran hombres.

Pero no desvariemos. Porque de lo que se trata no es de cambiarle el sexo a nadie en la Historia (sea esto lo que sea, sagrada para algunos y laica para otros, y sirva a los fines de quienes sirva, algo sobre lo que habría mucho que hablar) sino en el teatro, en este caso en el teatro que es una cabalgata de reyes. Cambiarle el sexo a un Rey Mago no debería parecernos más grave que cambiárselo a un cantante de ópera (cuántos papeles de hombre interpretados por mujeres) o a un actor de cine (cuántas películas de hombres con faldas y a lo loco) o a un dibujo animado (cuántas combinaciones felizmente bizarras en las historietas que leen o ven nuestras hijas). La vida es un carnaval. La vida es pura vida más allá o más acá de los géneros. La vida o es transgresión en positivo, para mejorar y mejorarnos, o no es nada. Y la vida le debe explicaciones, siglos de explicaciones, y compensaciones, siglos de compensaciones, a las mujeres, a las que casi siempre se les ha dado papeles menores en sus leyes, sus fiestas, sus páginas impresas, sus cargos públicos, su consideración familiar y en tantísimos otros ámbitos íntimos y generales. La vida, todavía hoy, le debe visibilidad a las mujeres, por lo menos eso.

Una mujer ejerciendo de Reina Maga (aunque, como afirma una de las que lo va a hacer, los niños no lo van a notar porque la barba, la peluca, la corona y las capas les impedirá «verlas» como tal) no es insulto a nada ni a nadie. El que lo sienta así es que tiene un problema consigo mismo y con sus creencias, que demostrarán ser rígidas, unilaterales, fundamentalistas, antiguas en el peor sentido (rancias, putrefactas, gastadas) y torpes a la hora de leer nuevas realidades y sensibilidades distintas. Poner Reinas Magas en nuestras cabalgatas (como antes, y no sé si ahora, se ponían banqueros o empresarios que pagaban una pasta por ese raro privilegio de tirar caramelos a las masas) es una idea divertida y, si me apuran, justa. Es un mero gesto, un símbolo menor, pero otro paso dado en la buena dirección de darle presencia y trabajos y contornos nítidos y argumentos a las mujeres. Fíjense, para certificar esta afirmación y esta necesidad, en cuántas mujeres han sido cabeza de lista en las pasadas elecciones generales. ¿Ninguna, verdad? Pues quizás algunas de esas otras mujeres que se van a vestir de Melchor, Gaspar o Baltasar puedan, haciendo la magia que el guión les presupone, serlo en un futuro esperemos que muy próximo.