La Navidad sucedió en la radio. Voces en blanco y negro disfrazadas de personajes de cine. Una vieja historia que resiste contra el azogue del tiempo, la fugacidad de la inocencia y el mal visto temblor de la sensibilidad en la mirada. Cada año restaura, como un santo y seña, el espíritu navideño en familia. La conciencia de la victoria sobre el omnívoro poder financiero, la crisis, las hipotecas y la angustia solitaria al borde del abismo. Su protagonista es una víctima cuya integridad y sueños eran vigentes en la Norteamérica de 1946. También en este presente de remiendos con aguja colchonera y en el que las incertidumbres y la fragilidad de la felicidad cotidiana continúan necesitando el silbido de un ángel en busca de sus alas. Qué bello es vivir en el escenario de la radio. El más mágico de todos los teatros. El único donde es posible una repentina invasión de la Tierra y cualquier relato con el que la imaginación escucha en vilo. Sólo se necesita una buena historia y voces que sepan construir, con los silencios, las sombras, las palabras y los efectos sonoros, mundos y aventuras a semejanza de nuestros miedos y de nuestros sueños. La mejor representación de una obra teatral es la que sucede en la cabeza del oyente. Las voces de sus intérpretes son y están, pero sus rostros los crea la imaginación de quién escucha y dibuja con el oído. Pocas puestas en escena de grandes obras mejoran lo ensoñado durante su lectura. El teatro radiofónico ocupa un lugar equidistante entre lo real y lo leído.

Este fue el éxito del Teatro en el aire, inventado en 1942 por Antonio Calderón en la SER. Y siete años más tarde de El teatro invisible de RNE y su adaptación de textos clásicos durante dos décadas, todos los domingos a las 10.30 de la noche, dirigido por Juan Manuel Soriano. En aquella época de cenizas y maniatadas libertadas la radio fue la única luciérnaga en medio de un camino de claroscuros y mordeduras de tristeza. Hasta que en los sesenta y setenta la radio sentó a todos a la mesa y en prime time alrededor de aquellos Estudio 1 que hicieron cultura en las noches de la televisión única. Chéjov, Miller, Ibsen, Buero Vallejo, Alejandro Casona, Jardiel Poncela en los registros de José María Rodero, Ismael Merlo, José Bódalo, Andrés Mejuto, Lola Herrera, Irene Gutiérrez Caba, Gemma Cuervo. El teatro como escuela. La cultura y la conciencia en una RTVE anterior a su prostitución y su credibilidad en su quiebra.

Otras crisis, otras ambiciones políticas y de nuevos ricos, tan habituales en un país donde la mediocridad es un mérito premiado y la manipulación una querencia, metieron en penumbra las voces de los excelentes actores del cuadro dramático de aquellas cadenas. Afortunadamente hay descendientes de don Quijote que aparecen de vez en cuando, como hizo Pedro Meyer en 2006 para conseguir, durante una temporada, que se transmitiesen en RNE 4 dramáticos de una hora. Una raya en el aire que encontró eco hace dos años en la cadena SER con el radioteatro de Cuento de Navidad de Dickens interpretado por Juan Echanove, Carlos Hipólito y José Luis García Pérez. Un proyecto continuado el pasado viernes con las voces magistrales de José María Pou, José Sacristán, Javier Cámara, Tristán Ulloa, Aitana Sánchez Gijón y Tina Sainz entre otros escenificando Qué bello es vivir de Frank Capra en una adaptación de Eduardo Mendoza.

Sucedió en la radio la Navidad, mientras naufragaban las televisiones reprogramando a Malú y el salón Raphael y el español de a pie se preguntaba quién gobernará 2016. Pocos se han dado cuenta de que los candidatos votados andan escenificando otro Teatro en el Aire. Diferente al de la radio. La voz no es lo que cuenta. No es seducción en penumbra ni voz de la conciencia. En el teatro de la política las máscaras son lo que importa. Al igual que el dominio escénico y la identificación con su personaje. Actores que sólo saben actuar para sí mismos y para los suyos. Todos llevan en el corazón el veneno de lady Macbeth. Son rehenes de sus sombras y de sus ambiciones. Ninguno piensa en el Estado. Hace más de una década que este país no tiene auténticos estadistas. Tampoco caballeros capaces de convertir una mesa en la perfección de un círculo. En cambio nos han sobrado siempre bufones y arlequines. Lo nuestro es la comedia del arte y el teatro del esperpento. Que vigente Valle-Inclán en esta época de corrupción, cinismo, sumisión y mediocridad.

Se nos va desvaneciendo cálida y suave la Navidad y nadie se atreve a subir al proscenio e interpretar con honestidad un monólogo sobre la cordura y la necesidad de un pacto de estabilidad económica y defensa de lo social. Nuestros políticos se disfrazan de ideologías que ya sólo cuentan como vestuario y atrezo en un teatro tomado por el coro griego de los lobbies financieros, las máscaras de los mercados y los antifaces de los candidatos. Ninguno acepta que la crisis, las consecuencias del rescate financiero, el intervencionismo exterior de la gobernabilidad y la posguerra que vivimos lo han cambiado todo. La tragicomedia y el vodevil se han convertido en un intenso drama que requiere una eficaz dirección artística. La de un urgente líder que sepa entender la escena interna, lo que acontece entre bambalinas, lo que demanda el escenario internacional, y sea el catalizador del cambio en función de unas necesidades profundas, de nuestras expectativas de derecho, protección y justicia, y de las difíciles exigencias europeas. Después de los resultados que han balcanizado el Congreso, de las enquistadas rencillas de celos entre adversarios y compañeros, de los tabúes y negociaciones imposibles, no hay duda de que todo pasa por un inteligente y sólido pacto de Estado. Sería importante para unir las dos Españas en un futuro más progresista, social, estable.

Sólo hace falta encontrar un Max Estrella cuya voz suene a lucidez y verdad en este tenebroso teatro en el aire sobre Juego de tronos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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