Pienso en Eduardo Madina, relegado en las listas del PSOE a un lugar en el que tenía escasas posibilidades de salir, mientras se obsequiaba con el cuarto puesto a Irene Lozano. A Irene Lozano, que había dicho del PSOE frases terribles, que se tragó al recibir la oferta con la naturalidad con la que una iguana se zampa una cucaracha marrón de un cuarto de quilo. Esa maniobra de Pedro Sánchez tenía un significado que quizá ahora comprendemos en toda su dimensión. Había que quitarse de en medio a un adversario, aunque se tratara de un compañero y de un militante histórico, un hombre leal, serio y competente. Y había que quitárselo a cualquier precio, incluso al de hacer el ridículo. A Irene Lozano, que ocultaron con vergüenza durante la campaña, no deberían haberla reclamado nunca. Y a la comandante Zaida Cantero se le podía haber ofrecido un puesto, pero muy por debajo del de Madina,.

La historia, por lo general, no tuerce de un día para otro. Todo es hijo de un proceso. Hoy nos duele aquí, mañana allí, pasado mañana vamos al médico, que nos envía al especialista, y de repente estamos en el tanatorio, al otro lado del cristal, más serios de lo que quizá fuimos en vida. Lean ustedes La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi. Es la descripción de un proceso. ¿Cómo empezó todo? Quizá sea difícil remontarse a los orígenes, pero de repente le viene a uno a la memoria aquel marte de febrero en el que, al levantarse de la cama, la saliva le sabía a cobre. Tal vez Pedro Sánchez recuerde ahora aquel jueves de la precampaña en el que tuvo una idea genial:

-Fichemos a Irene Lozano.

-Pero si nos odia.

-Por eso mismo, necesitamos el voto de la gente que nos odia. Si la seducimos a ella, conquistaremos a esa gente.

De paso, calcula Sánchez, nos deshacemos de Madina.

El asunto Madina, dentro de la debacle general, es menor. Pero en lo pequeño y en lo periférico se encuentra el significado de la existencia. Observada la campaña con perspectiva, comprendemos que ha sido la suma de lo pequeño la causante del panorama que nos aflige.