El Palo, por Antonio Caparrós Vida

Me pide mi amiga Carmela escribir sobre El Palo y me asaltan sentimientos contradictorios: por un lado no sé si debo escribir honestamente acerca de un barrio en el que no vivo desde hace, al menos, veinticinco años. Por otro lado, sencillamente, me siento paleño fuera de aquel barrio; porque esa circunstancia espacio-temporal me configuró y dejó una profunda huella en esa etapa de la vida tan importante para la forja de la personalidad, del carácter: la infancia, aquel maravilloso paraíso perdido. El Palo, en clave impresionista, supuso el descubrimiento de una luz especial reveladora de fenómenos extraordinarios como el olor del corcho natural en el rebalaje, aquellas barcas tan estilizadas con sus jabegotes, sus trayas y sus artes de pesca con sus levas y sus betas; sus sotarrajes remendando redes con agujas en forma de pez y bebiendo café con leche y pan migado en jarrillos de metal; copos «hirviendo» con jurelitos, boqueroncitos, «amacucos», pulpos, jibias, lenguados...; captura de mejillones asados a la orilla con fuegos improvisados entre dos piedras que calentaban una lámina metálica a partir de latas viejas; parales engrasados con cebo artesanalmente elaborado a partir de la grasa animal, sal y paciencia; Pepe Marchena cantando una loa memorable a la mujer cordobesa, en aquel tintero (luego restaurante»Tintero I») para redes de mi abuelo, muy cerca de la orilla y del «Pincho» y la «Niña» dos míticos barcos familiares ya destrozados y «agónicos» que fue sustento principal de mi familia paterna; mi abuela materna rezando a la virgen del Carmen para que mi padre volviera sano y salvo de la mar cuando ella barruntaba temporal; Machín y su canción «Madrecita» en aquellas radios de válvulas marca «Telefunken»; la canción del Cola-Cao; aquellos peces llamados «chupapiedras»; las salemas, herreras y los sargos pescados desde los tubos de desagüe próximos al arroyo Gálica y a Casa Pedro con «masilla» en aquellos días interminables de vacaciones veraniegas; la caza de gaviotas con poteras fabricadas por nosotros mismos; la caza de «paínos» (crías de gaviotas) con lazos de cobre y nudos corredizos, de ratas y gatos con perros rateros: «Blanqui», «Rintin», «Sultán»..., la caza de todo tipo de reptiles; aquellos callejones que encubrían tantas y tantas «conspiraciones» infantiles y grandes descubrimientos como el sexo; los juegos infantiles de las «bolas», el «zirigizo», el «pincho», el «zépule», las batallas con limones, naranjas o piedras («bolones») tras las riadas del Gálica; la captura de «alugas» y «orovivos» para cebos de trampas traidoras que buscaban cabezas de mirlos; la captura masivas de de jilgueros, chamarices y verderones mediante la caza «al paso» con redes; aquel trenecillo apodado la «Cochinita» en cuyos raíles apoyábamos los oídos esperando su paso para aplastar chapas de botellas agujereadas instaladas después en el extremo de un volantín para bailar trompos; aquellos vecinos alcohólicos destrozados en las vías del tren en noches gélidas de enero o en el cuartel franquista de la época; el robo de lechugas en las huertas próximas y el pánico a los guardas de las mismas... y a la Guardia Civil, aquellos hombres encapotados portadores de armas largas, espesos bigotes y abultados vientres; la huella de un pie humano sobre la superficie lunar visto en blanco y negro; la búsqueda de monedas y alianzas de oro en los días de levante duro; la entrada de olas ya debilitadas hasta debajo de la cama de mi hermana a la sazón con «colorín»; tomar conciencia por vez primera de que mi madre servía en casa de unos señores quienes le decían que «los obreros sois enemigos pagados»; que existían dos tipos de colegios: el de los niños ricos o San Estanislao y el de los niños pobres (hijos de los pescadores de la playa) o ICET; el cantico, cuadrados y en fila que exigía un poder difuso en colaboración con curas enlutados, que llamaban «Cara al sol» y «Montañas nevadas»; el paso frente a la puerta de mi casa paterna de aquel viejo militar del «Partido» que resistió la noche oscura porque mi abuela nunca lo delató y a la que siempre estuvo agradecido; un club deportivo en donde aprendí el significado de la palabra estrategia a partir del ajedrez; es el lugar en donde aparecieron los «comunistas» incitándonos a la lucha de clases y a la conciencia de clase; una asociación de vecinos que enseñaba la necesidad de combatir por la justicia; el lugar en donde aparecieron «extraños» y entrañables curas que demostraban que no todos eran iguales... El Palo, especialmente su playa, fue el espacio-tiempo de unos pájaros sin alas entre los que me encontraba yo, fue mi circunstancia fundamental. Por eso me sentiré paleño mientras me acompañe la conciencia.