Robert D. Putnam es un clásico de la sociología estadounidense, autor del libro Solo en la bolera, en el que comparaba la vida comunitaria en el sur de Italia, con sus redes familiares y su solidaridad para afrontar la vida, y el creciente individualismo norteamericano. Este libro contribuyó a la realización de numerosos estudios posteriores en torno al concepto de «capital social»: la fraternidad es importante, y permite enfrentarse a las circunstancias sobrevenidas con más pertrechos que los que proporciona la simple riqueza personal.

Putnam acaba de publicar en el mundo anglosajón su nuevo libro: Our kids, es decir, Nuestros chicos. Alarmado por la creciente desigualdad que afecta a su país, y preocupado no sólo por las altas e intolerables tasas de pobreza infantil y juvenil, utiliza su propia experiencia personal -como estudiante de bachillerato en Port Clinton, un pequeño pueblo de Ohio, allá por 1959- para demostrar varias cosas ya de por sí muy evidentes. A saber: la acumulación de oportunidades en torno a una minoría social cada vez más rica; la condena a los arcenes de la vida de un porcentaje cada vez más amplio de jóvenes y niños estadounidenses; la necesidad de invertir más dinero no sólo en educación pública, sino también en medidas complementarias que permitan reducir las desigualdades (como las actividades extraescolares o las clases de refuerzo); la deriva de un país hacia dos mundos divididos en torno a una cúpula poderosa y próspera y una clase media menguante, que se aproxima a la irrelevancia económica y a la confluencia con la pobreza de las clases bajas. El sueño americano en crisis.

En España, uno de los sociólogos que quizás mejor se haya aproximado a la voz de alerta dada por Putnam (con permiso de José Saturnino Martínez) sea el gaditano Ildefonso Marqués Perales, profesor en la Universidad de Sevilla. Antes del verano publicó un libro que merece más atención y recorrido: La movilidad social en España. Con datos en la mano y abundante evidencia empírica, Marqués demuestra lo que ya apuntaba Pierre Bourdieu a mediados de los años sesenta (en su obra Los herederos): cómo el sistema escolar reproduce los roles económicos de la sociedad; cómo resulta más fácil acceder a la educación superior y a un buen empleo a los hijos de propietarios, directivos y profesionales; y cómo es necesario realizar inversiones educativas correctoras de este mantenimiento y perpetuación de las desigualdades (por ejemplo, con ayudas familiares vinculadas a la escolaridad, o con una fuerte inversión pública en la educación a edades tempranas).

Hasta ahora la promesa de movilidad social ascendente que proporcionaba la educación funcionaba como el más importante estabilizador social. Los jornaleros y los trabajadores no cualificados que emigraron del campo a la ciudad o a otros países de Europa confiaban en un futuro mejor para sus hijos. Y en cierta medida así ha sido. Sin embargo, la crisis económica ha roto esta ecuación, la promesa ha saltado por los aires y con ello se está liquidando la confianza en el sistema. En los Estados Unidos, donde los jóvenes piden préstamos para pagar sus estudios universitarios, la deuda por este motivo supera ya el billón de dólares (1'2 billones de euros) y se aproxima a una situación de incapacidad de pago. En España, la sobrecualificación de nuestros chicos les está obligando a huir al extranjero o a la aceptación resignada de trabajos precarios, mal pagados y de corto recorrido. Eso con suerte. Algo se está haciendo muy mal.

La economía digital, con su ausencia de reglas claras y su visión salvaje del capitalismo y del mercado de trabajo, posiblemente agrave todos estos síntomas. Vamos camino de una sociedad fuertemente dual, con claros y evidentes triunfadores, y una enorme cantidad de fracaso. Una sociedad dividida por el abismo del fracaso colectivo. Mientras tanto, lo urgente y lo impostado también triunfa sobre los debates de país que realmente merecen la pena. El futuro de nuestros chicos no parece importar a nuestros dirigentes, sólo a unos pocos sociólogos a los que apenas lee nadie. Triste realidad, que se pagará muy cara.