Me he levantado temprano con el firme propósito de hacer recuento. Apenas está amaneciendo, hay una raya albina hacia levante y hace un poco de frío, no demasiado. El café caliente, solo y amargo, la dulzura de Keith Jarrett al piano y la memoria empiezan a alinearse, a formar un hilván de palabras que intento acomodar en la pantalla.

Es Nochevieja. Bueno, para ser exactos, la mañana de Nochevieja. Caigo en la cuenta de que la mañana de Nochevieja es una mañana de trámite que se vive con premura, casi con impaciencia, porque lo que importa de este día es solo la noche por la simple razón de que alguna vez alguien decidió que ahí, en la duodécima campanada del reloj, se marca una señal y a partir de entonces es como si todo comenzara desde cero, y aunque sabemos que no es verdad nos aprestamos alborozados, armados de serpentinas, trompetillas desafinadas y más alcohol del necesario, a representar la farsa de que inauguramos un tramo nuevo y que necesariamente será mejor. Creemos así jugar con el tiempo cuando es él quien juega con nosotros, quien nos deja creer que somos eternos sólo porque desconocemos qué porción nos ha tocado. Y de pronto nos da por aceptar que todo comienza otra vez, que tenemos la oportunidad de volver al principio y tratar de hacer bien las cosas, como si lo pasado, la arena depositada en el hueco cóncavo del reloj, sirviese sólo para contar lo incontable, el tiempo eterno de los muertos.

Sin embargo, si me fuera dado elegir, si yo pudiera, en vez de empezar con besos achampanados un año nuevo, regresaría a otras noches, a otras mañanas que extravié como si fuesen calderilla o que arrojé con descuido a ese montón de insensateces que es a veces la vida. Si fuese posible, si estuviera en mi mano, en vez de empezar a vivir un año nuevo me gustaría revivir aquellos días opacos de los que no ha quedado la más mínima memoria, esos que no puedo asegurar haber vivido porque no los distinguió el prestigio de una fecha señalada, y que gasté como quien duerme. Sé lo que hice la Nochevieja de casi todos mis años, pero no sé lo que hice con sus mañanas, si me acordé de alguien que ahora ya no está, si le busqué para un café o para unas risas, si jugué un rato con mi perrilla Luna, que hace tanto tiempo que me falta y que tanta falta me sigue haciendo.

Es imposible, lo sé, aprovechar las horas una a una, pero no deja de ser un buen propósito de año nuevo, una grata, humana, confortadora utopía.