El encargo era escribir un cuento de Navidad. Me propuse ser original, pero el dichoso Dickens había agotado todos los recursos narrativos de una estación, un territorio del que siempre fue un Homero bajo la nieve. Por más que me esforzaba era incapaz de encontrar una buena historia. No podía dejar de regresar al paisaje de frío blanco, a los callejones oscuros, al avaro, a la pobreza, a las chimeneas, al pavo asado, al calor familiar y al resurgir de la generosidad perdida.

Me acosté temprano. Cuando no se encuentran ideas, lo mejor es buscar más allá de la consciencia. Pronto concilié el sueño. Un sueño tan liviano como un propósito de enmienda. A las doce de la noche me despertó el timbre de la puerta. No esperaba visitas a esas horas. Al abrir la puerta encontré un vacío atávico, con un ligero tufo a alcanfor. No había nadie, sin embargo percibí una presencia. Un espíritu pesado y denso que no había terminado de marcharse. Bajé la vista y encontré un periódico doblado. Tenía la portada amarillenta por el paso de los años. La fecha pertenecía a la década de los setenta, cuando apenas yo había cumplido nueve años. Miré a un lado y a otro antes de examinar el contenido del diario. Me llamó la atención la portada. Una foto de guerra copaba el espacio. Cientos de vietnamitas huyendo de Saigón días antes de la entrada de las tropas norvietnamitas en la ciudad. En sus rostros, como desoladas arrugas, se adivinaba el horror, la pérdida, la desesperación, la ausencia. De sus espaldas encorvadas colgaban zurrones donde acarreaban objetos que atestiguaran su identidad. Frágiles ladrillos con los que reconstruir la memoria allá donde el fuego les expulsaba. Doblé el diario de nuevo. En aquella época mi objetivo era coleccionar clicks de famobil. Sumergido en una infancia gozosa con nuestra recién nacida democracia. Las noticias de esa guerra eran un triste eco en mi memoria. Dejé el periódico en la estantería. Probablemente algún trasnochador quería gastarme una broma.

Volví a la cama, pero antes de embozarme la sábana, escuché de nuevo el timbre. Comenzaba a enfadarme. Si se trataba de una broma, estaba adquiriendo peso. Regresé corriendo al recibidor. Abrí la puerta tan rápido como pude, pero volví a encontrar el vacío, aunque esta vez era distinto. El aire tenía un agradable frescor a rocío y escarcha. Hacía frío y tuve que abrazarme mientras miraba por el hueco de las escaleras. Cuando regresé, descubrí otro periódico en el suelo. Esta vez era un diario atrasado de sólo unas semanas. Al abrirlo descubrí otra foto en portada. Casualmente muy parecida a la anterior. Cientos de personas huyendo de la desdicha. En esta ocasión eran sirios, pero sus rostros eran iguales a los de los vietnamitas, y los carromatos donde transportaban sus pertenencias no eran más significativos que aquellos zurrones. Arrojé el periódico contra el suelo. Recordé que en la fecha en que se había publicado esa foto yo andaba inmerso en un estudio acerca de la campaña electoral. Se esperaba mucho de estos nuevos comicios. ¡Cómo preocuparse por los cañones lejanos! Las caras de esos refugiados estaban ahora delante de mi puerta, persiguiéndome a través del pasillo. Encadenados a las patas de mi cama. Esta vez no iba a poder dormir. ¿Quién se empeñaba en martirizarme de esa manera?

Pero el timbre volvió a sonar. Esta vez no abrí. Me quedé tumbado boca abajo. Apreté mis manos contra mis oídos y esperé a que quien fuera se marchara. Estaba seguro de que encontraría un nuevo diario frente al umbral de mi puerta. Casi podía imaginar su primera página, pero cerré los ojos tan fuerte para que ni siquiera mi mente pudiese dibujar en ellos. Todo fue inútil. Al poner los pies en el suelo, sentí el rasposo tacto de las hojas de un periódico con una fecha tan futura como imposible. Lo peor era la foto de portada.