Lo que llamamos deseo suele tener un componente impersonal que demasiadas veces dejamos pasar por alto. Deseamos por inducción, obligados subliminalmente por los agentes (sociales, económicos, publicitarios, históricos) que dictan, de espaldas a nuestra conciencia para así ser más efectivos, lo que podemos o no podemos desear. Deseamos según unos esquemas que nos usan para cumplirse y para que cuadren sus cuentas de resultados. Deseamos un perfume, una modalidad de éxito, un tipo de relación amorosa o erótica, una vida concreta (de postal, de pantalla) o unas vacaciones, por ejemplo, que sólo siente, a poco que nos interroguemos con sinceridad y hondura, la parte más superficial de nuestro yo.

Nuestro yo profundo y verdadero desea otras cosas, casi siempre lo contrario, de lo que desea ese yo pobre, mediatizado, acrítico, manipulable y pura cosa al que se dirigen los anuncios o los libros de autoayuda o las distintas instancias de poder político-institucional. Por eso mismo, sólo es deseo genuino, deseo propio, el que lo primero que hace es desmontar las mentiras bien envueltas de esos deseos impersonales que nos invaden y nos rodean a cualquier hora del día. El que aprende a hacer esto (y hay que ser muy disciplinado para conseguirlo) aprenderá a desear-amar lo que desea-ama (a desear-amar sin equivocarse y sin seducir a otros para que se equivoquen con él) y aprenderá algo mucho más importante: a ser libre en un mundo que conspira, usando un enorme arsenal de medios suaves y violentos, para que no lo sea. El deseo es libertad en estado puro. Cuando detectamos que no lo es, hay que pararse, desconfiar, desobedecer, retroceder al ámbito más inaccesible de nuestra intimidad, reescribir la piel, limpiar la pizarra del corazón, volver a pensarlo todo desde cero. ¿Pero quién tiene, hoy en día, tiempo y ganas para ello?

Porque el deseo tiene que ver, en efecto, con el tiempo. Un deseo propio necesita para desarrollarse un tiempo propio. Un ritmo propio. Una velocidad propia. Una cadencia propia. El deseo es tiempo moldeable. Tiempo obediente a nuestras manos. Tiempo dócil. Tiempo que se somete a nosotros para dejar de someterse a lo social, a lo establecido, a los prejuicios, a las inercias conceptuales, a las palabras muertas, a lo esclavizado por la historia, a la presión de lo útil, a las convenciones, a las órdenes, a la fábrica de desfelices en que se ha convertido el mundo, a las tradiciones. Tiempo alfarero y sembrador y carpintero y escultor y masajista y cocinero: tiempo para los dedos, para la piel, para el amor.

Tiempo inteligente que abdica de su inteligencia en beneficio de la bendita estulticia del cuerpo luminoso: el deseo es también eso. Y algo más: un modo sencillo de no complicarse la existencia diciendo no cuando es preciso decir sí y negándose con contumacia a algo o a alguien cuando es imprescindible dedicarles un gran sí solar y poderoso. Porque el deseo genuino nunca se equivoca. Digan los que digan todas esos poderes interesados en que pongamos nuestros deseos a trabajar para ellos (sus perfumes, sus vacaciones, sus cuentas de resultados, sus mezquinas modalidades de éxito, sus vidas invivibles, su erotismo en dos dimensiones y sin alma, sus lápices de labios, sus bestsellers, sus famosos, sus músicas ratoneras, sus deportistas de gomina y encefalograma plano), el deseo, cuando es propio y no inducido, nunca se equivoca. Haga la prueba. Conviértase usted en la prueba irrefutable de esto, en un ejemplo. Porque sin deseo no somos nadie. Y, hoy por hoy, no nos queda ninguna otra revolución posible que la del deseo.