Hace años, en una ciudad del centro de Pensilvania, apareció un nacimiento de barro -la Virgen, San José y el niño- en las escalinatas que llevaban al ayuntamiento. Faltaban pocos días para la Navidad y enseguida se formó un gran revuelo. Las cadenas de televisión local enviaron a sus reporteros para dar cuenta de aquel hecho insólito. La alcaldesa tuvo que explicar que ella no había colocado el nacimiento, y acto seguido, mandó retirarlo. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: en Estados Unidos ningún organismo público puede exhibir símbolos religiosos, sean de la clase que sean. La declaración de Independencia de Estados Unidos está redactada «en nombre de Dios», y en todos los billetes de dólar se puede leer la frase «Confiamos en Dios». Pero un humilde nacimiento de barro no puede aparecer en las escaleras de un ayuntamiento. No lo dice ninguna ley ni está escrito en ningún sitio, pero es una práctica habitual desde hace al menos treinta o cuarenta años.

Y por esa misma razón, un ayuntamiento no puede iluminar las calles por Navidad ni financiar una celebración que tenga que ver con una fe en concreto, sea cristiana o de cualquier otra clase. De hecho, la escasa iluminación navideña que hay en las ciudades americanas la pagan los grandes almacenes o las cámaras de comercio o los propios vecinos. Ahora bien, todo el que quiera puede decorar la fachada de su casa durante las fiestas de Navidad. Y una de las cosas más curiosas de la Navidad americana son esas casas iluminadas que se aparecen donde menos te lo esperas. Algunas casas parecen un casino de Las Vegas (recuerdo una que tenía en el tejado una bandera americana formada por guirnaldas de luces). Pero otras consiguen crear una iluminación navideña que puede ser muy hermosa. Si alguien va a pasar la Navidad en Nueva York, le recomiendo que vaya una noche a Roosevelt Island y desde allí mire la silueta de los edificios iluminados del Upper East Side. He visto pocas cosas tan hermosas en una noche de invierno.

En Estados Unidos, esta visión multicultural que se propone separar lo oficial de lo religioso se ha ido imponiendo en estos últimos años. Incluso la palabra «Navidad» resulta mal vista por algunos, así que mucha gente prefiere decir «Felices Fiestas». Si esto es bueno o malo, yo no lo sabría decir, aunque la proscripción de la misma palabra «Navidad» suena a imposición caprichosa de esa dictadura de lo políticamente correcto que lo está invadiendo todo. Porque, al fin y al cabo, si se celebran las fiestas de la Navidad es porque tienen un origen cristiano, y si no fuera por ese origen, no habría ninguna razón para celebrarlas y se podría organizar una fiesta con cualquier otra excusa, ya fuese el solsticio de invierno o la fiesta de los selfies o del tanga brasileño.

Pero donde el tema de la multiculturalidad roza el ridículo es en España, porque aquí sí que son los ayuntamientos los que pagan la iluminación navideña y las cabalgatas de reyes. Y aun así, algunos de esos ayuntamientos pretenden organizar unas fiestas que sean «multiculturales» y en las que el origen religioso esté camuflado al máximo. La excusa, claro está, es que no todos los ciudadanos comparten las creencias religiosas, así que se pretende celebrar una Navidad que no sea Navidad y unos reyes magos que no sean reyes magos.

Del mito del niño que nació en un pesebre se acuerda muy poca gente, y no digamos ya del mito de los magos de Oriente que hicieron un largo viaje siguiendo a una estrella. Estos mitos son universales y cualquier persona con un mínimo de sensibilidad puede apreciarlos, aunque no comparta en absoluto sus implicaciones religiosas, porque esos mitos nos ayudan a entender nuestro lugar en el mundo, un mundo que sin ellos se parece demasiado a un desolado territorio moral en el que no hay nada más que tangas y selfies y grandes almacenes. Pero esto da igual. Nuestros ayuntamientos prefieren inventarse el camelo de unas fiestas multiculturales, adulterando su sentido original -y mucho más de lo que ya lo están-, para que al final no sean ni religiosas ni laicas, sino una mezcla inverosímil que pueda complacer a todo el mundo. Y entonces uno se pregunta por qué, en vez de desnaturalizar aún más esas fiestas, no se decide de una vez dejar de financiarlas, haciendo como los americanos que se niegan a pagar con dinero público cualquier clase de celebración religiosa.