El Estado Islámico ha atentado contra la llegada de 2016 a Bruselas sin causar víctimas ni provocar un ataque terrorista. Al suspenderse la celebración pública del Año Nuevo no hizo falta que un fanático acudiera a inmolarse en medio de la multitud para organizar una escabechina en la Grande Place o en el Petit Sablon y aterrorizar a Occidente. El Estado Islámico aterrorizó por igual a la capital administrativa de Europa, manteniendo el arsenal intacto y sin gastar un fanático, con toda la inversión en programación mental que lleva. Ahorro virtuoso: conseguir el mismo efecto sin necesidad de apretarse el cinturón de explosivos.

El alcalde Yvan Mayeur aguó la fiesta bruselense después de reunirse con el ministro del Interior, Jan Jambon, ambos de acuerdo con el primer ministro, Charles Michel. El resto de Europa no tuvo los arrestos de estos tres (pocos y malos arrestos porque no han descabezado la célula del Estado Islámico en el barrio de Molenbeek) pero todas las fiestas se celebraron con mucha presencia de policías, eso que se llama «mucha seguridad».

Hay una guerra del terror contra la economía Occidental que obliga a destinar grande recursos a prevenir y combatir los ataques del yihadismo. Como no hay mal que por bien no venga y como nuestra crisis es su oportunidad (aquí y en China), se destinan altos presupuestos a antiterrorismo, el tipo de gasto público y negocio privado que gusta a los gobiernos liberales y a sus beneficiarios: la industria armamentística, donde hay innovación (como en Estados Unidos) y las compañías de seguratas y los vendedores de cacharros, donde sólo hay dependencia tecnológica y mano de obra barata (como en España). La reacción belga dispara sobre el pie propio del consumo, sobre la cantidad de cerveza, champán, patatas fritas y mejillones que habrá dejado de venderse en Bruselas.