Definitivamente no hay plan ni hay justicia divina ni leches. Que le haya tocado la lotería de El Niño a un hostelero de Roquetas al que ya le habían tocado 800.000 euros en la de Navidad sólo demuestra que las matemáticas son lo único frío que nos va a quedar tras el calentamiento global.

Resulta fácil advertirlo, por tanto. Ni la felicidad ni la esperanza hay que ponerlas en la suerte ni por ello hay que abandonarse a ningún destino predeterminado. Hay que atesorar afectos, coleccionar buenas personas y hacerse respetar, sobre todo por las que no lo son. Pero no es esa afirmación, a la que uno ha llegado con el tiempo y una caña -o más de una-, ninguna revelación a manera de regalo de Reyes. A pesar de que ahora están tan de moda las recetas de autoayuda traídas por esa multitud de coach que nos ha surgido como de la nada. El llamado coaching se ha revelado como la última opción laboral, quizá junto a la de community manager, en tiempos tan líquidos y en crisis.

Esto que les voy a contar ahora sí es un regalo, relacionado con lo de los afectos y los instantes vividos, al fin y al cabo la vida son fotografías emocionales, pequeños vídeos virtuales como mucho que se autoproyectan en el cine de la memoria.

Mi niño y yo vamos a la Cabalgata en Málaga. Hace algo de frío. Le quito la camisa para ponerle un jersey de cuello alto debajo y se la vuelvo a poner, además del abrigo. Ese gesto nos retrasa lo suficiente como para que me diga, recién echada la llave a la puerta, que quiere volver para hacer caca. Le miro. En sus ojos como arroyos azules veo reflejada la incomodidad de mi cara. Estoy a punto de preguntarle por qué no ha hecho caca antes, pero entonces me pasa por la cabeza como una película la cara de mi madre preguntándomelo a mí y yo respondiéndole siempre lo mismo: «Porque antes no tenía ganas». Así que sonrío, volvemos a entrar y no le pregunto nada.

Me quedo esperando a que termine, aprovechando para hacer algo que siempre hay por hacer. Me llama. Papi, tráeme el taburete de la cocina. No. Si le llevo el taburete pondrá algún juguetillo encima y dilatará el tiempo que esté sentado en la taza (¡mira que llamarlo taza!) del wáter. Hijo, tenemos que irnos porque hemos quedado con Enrique que nos ha invitado a estar en una silla junto a sus nietos. Termina ya, ¡por favor!

«Lo siento, papi, pero tú en la caca no mandas. En la caca manda el señor culo» Mi hijo no dice estas cosas de broma, sólo le pone cierta ironía porque sabe que me hacen reír. Y con esa risa nos subimos al autobús, también porque sabía que si llegábamos algo más tarde de lo convenido, mi amigo me estaría esperando para llevarme hasta la silla numerada en medio del gentío. Atesoro otro instante de mi hijo de cinco maravillosos años y el afecto de un amigo. La cabalgata fue lo menos importante. Incluso llovió