Vivimos de necrológicas, y no hablo ahora de la edad (esos encuentros de viejos amigos casi ya sólo en entierros), sino de algo menos personal. Para algunos la muerte de Dios, sentenciada por Nietzsche, tuvo su ejecución estética en el encuentro entre Schömberg y Kandinsky, allá por 1911, cuando empezó a abolirse a conciencia la tonalidad en la música y la figuración en la pintura. El siglo XX reptó desde entonces, o voló más alto que nunca (según gustos), empujado por las vanguardias, pero las vanguardias, que se suponía anticiparían el advenimiento masivo de otro gusto artístico, se fueron quedando cada vez más solas, hasta pasar a ser objeto de culto más que de disfrute. Las salas de concierto se vaciaban, hasta que las obras de la vanguardia dejaron casi de programarse. La muerte del gran Pierre Boulez, resucitado estos días por las necrológicas, es la del último mohicano.